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2.8- Consideraciones en torno al concepto de «pueblos de España»

Actualizado: 8 mar 2020

Por Iván Álvarez Díaz[i]


Resumen: Este escrito pretende hacer una aproximación crítica a cómo desde las coordenadas marxistas se han heredado conceptos e ideas que merecen un tratamiento diferente al que se le han dado hasta ahora, en este caso en lo referido a la cuestión nacional. El debate que se da en el seno del MCE está salpicado por concepciones etnicistas y nacionalistas de lo que es un pueblo, entorpeciendo la formalización de un programa verdaderamente internacionalista y contribuyendo a una mayor fragmentación de la clase trabajadora. No habrá un análisis correcto sobre la cuestión nacional mientras no cribemos nuestras propias ideas y las sometamos a una crítica feroz. Los pueblos de España, entendidos como etnias o comunidades culturales bien diferencias unas de otras, están en proceso de disolución o completamente disueltos en el totum revolutum global; debemos destruir esos marcos mentales que crean comunidades imaginadas, sabiendo que cada vez estamos más conectados, más cerca unos de otros. Se pretende también hacer un alegato final, no solo a favor de deshacerse del «mito de la cultura» que nos invita a sentirnos radicalmente diferentes de la población vecina, sino también para que ello sirva como primer paso para deshacernos de todo tipo de nacionalismo.

Palabras clave: pueblos, nación política, nación étnica, nacionalismo, cultura, globalización.





I. Introducción


La cuestión nacional es uno de los principales puntos de fricción en la política española.


El conflicto nacionalista se recrudece por momentos, y en el seno del Movimiento Comunista el debate está notablemente emponzoñado.


Los diferentes partidos y organizaciones comunistas pretenden alinearse con una solución rigurosa y coherente con los clásicos del marxismo, pero las ideas vagas que en ocasiones salpican el corpus teórico contribuyen a un estancamiento e inmovilismo con difícil solución. Mientras tanto, la cuestión nacional está hegemonizada en las disputas políticas por la reacción patriotera y la socialdemocracia, ya sea recorriendo los caminos de la xenofobia y el clasismo, o las políticas concesivas con las élites locales nacionalistas y regionalistas, que generan asimetrías y desigualdades entre los trabajadores y sus territorios.


A la hora de arrojar luz ante este grave problema uno debe estar dispuesto a triturar y cribar las ambigüedades y las imposturas, provengan de donde provengan, y no mantenernos en ellas por convención. Debemos reinterpretar conceptos, o incluso abandonarlos, para evitar errar el tiro una y otra vez. Un concepto que cada vez presenta más lagunas es el de «Pueblo», entendido como nación cultural o étnica, lo cual no exime a los pueblos de gozar de una férrea salud; tienen el mismo prestigio de siempre, siguen siendo el sujeto político por antonomasia para los fundamentalistas democráticos.


En este artículo no pretendemos ser excesivamente técnicos en el lenguaje, ni desarrollar la teoría marxista de la cultura o las etnias, sino hacer una aproximación crítica a cómo hemos heredado prejuicios y conceptos que chocan frontalmente con la realidad que tenemos ante nosotros.



II. El pueblo


Pueblo, del populus latino, se refiere a la población en un sentido corriente, al conjunto de habitantes de un lugar determinado. Sería esta la acepción más aséptica y sencilla, por lo que «pueblo español» se referirá a los ciudadanos españoles, así como los residentes en el país, en calidad de habitantes. Esta definición obviamente no nos sirve, pues piensa al pueblo en una escala lisológica donde se mide al conjunto atendiendo a su condición jurídica, sin tener en cuenta la morfología de la sociedad de clases.


Desde numerosos movimientos políticos e ideologías el término «pueblo» se refiere a las clases dominadas, los plebeyos, los no privilegiados, los humildes, la mayoría común y corriente. En la tradición marxista «pueblo» es una categoría cambiante, con un significado que varía atendiendo a las fases del desarrollo político y social y el progreso histórico, es decir, los elementos que constituyen el pueblo se definen en base a las tareas revolucionarias o prerrevolucionarias pertinentes. Por ejemplo: en la lucha contra un régimen autocrático, pueblo serían los oprimidos por el régimen político y económico de la autocracia, y aquí entrarían desde la pequeña burguesía con voluntad de democratizar el régimen político hasta el proletariado y el campesinado, los más oprimidos por el régimen autocrático. En una sociedad liberal-burguesa desarrollada y consolidada como la actual, el concepto de pueblo comprende a los trabajadores (Diccionario soviético de filosofía, 1965: 385-386). El pueblo es, dadas nuestras circunstancias, el conjunto de los productores y los explotados, los desposeídos.


Sin embargo, con el surgimiento de movimientos políticos como el populismo de la segunda mitad del siglo XX, el concepto de «pueblo» retorna a una acepción vulgar y vaga, que incluye a prácticamente la inmensa mayoría de la población no privilegiada, la parte antagónica a la oligarquía. Así, en partidos políticos como Podemos —y ahora Más País—, el pueblo es la oposición a «la casta», «los ricos» o «la gente poderosa». Los de abajo contra los de arriba.


Pero incluso en la más flagrante reacción encontramos apelaciones al pueblo en todas sus acepciones: Fraga Iribarne hablaba de «o pobo galego» en sus declaraciones públicas, incluso Franco dejaba espacio a «los pueblos de nuestra estirpe» o los «pueblos esforzados» en sus discursos. ¿Qué pretendemos decir con esto? Que el arrogarse la representación o interés del pueblo no está privatizado por las izquierdas, movimientos de todo signo apelan a los pueblos. La fraseología populista es tan vaga que no merece mayor comentario, pues no es este el fin del artículo, y la bibliografía disponible para el lector es extensísima.



II.1. Pueblos, etnias, nacionalidades


El objetivo de este artículo es poner unas bases para abordar cómo el concepto de «pueblo» incardina directamente en el de nación, a veces el género de nación étnica (organizaciones gentilicias, según Engels) y otras el de nación política (el Estado-nación conformado en sociedad de mercado pletórico que emana del Antiguo Régimen). Cuando se apela al derecho a la autodeterminación de los pueblos, a la solidaridad entre pueblos y expresiones similares a menudo se dan las connotaciones étnicas, no meramente políticas. «Los pueblos» funcionan aquí como sustitutivo de tribus, gentes, naciones culturales y similares.


He aquí las preguntas fundamentales: ¿Qué diferencia a unos pueblos de otros? ¿Por qué hay numerosas personas, incluso un partido comunista (PCPE), que consideran a los «pueblos de España» los sujetos democráticos por excelencia y realidades bien diferenciadas entre sí?


Nuestra postura aquí es que el término «pueblo» entendido como nación cultural o étnica, empleado en el contexto de naciones políticas integradas de pleno en procesos de globalización, no es más que una entelequia, un concepto heredado que se presenta como evidente cuando no lo es. No pocos se refugiarán en el hecho de que, desde el materialismo histórico, como disciplina científica, se ha apelado a los pueblos como sujeto político determinante; sin embargo, también desde el materialismo histórico se ha señalado el hecho de que el capitalismo y su desarrollo disuelven los particularismos, no ya regionales con el cierre de los Estados-nación, sino también a nivel internacional. Esta idea se ve en el mismísimo Manifiesto Comunista, Marx y Engels (1848) afirman que:

En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la producción intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal (pp. 26-27).

Más adelante en el texto encontramos la reafirmación de esta misma idea:

El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponden (p. 46).

Casi doscientos años después de su publicación aún hay quien contempla la existencia de naciones culturales en el seno de naciones políticas capitalistas desarrolladas a lo largo de dos siglos, y de primer orden, como es el caso del Reino de España. Pero esto no es lo peor, sino que esta misma gente disfraza su nostalgia e idealización de la sociedad fragmentada precapitalista, dividida en gentes y etnias bien distinguibles, de programa con proyección socialista, ¡e incluso internacionalista!


Ahora, ¿tiene vigencia el término «pueblo»? ¡Claro!, como conjunto de habitantes que viven y trabajan (eres de donde paces, no de donde naces) en un marco geográfico o político dado, refiriéndonos siempre a los trabajadores, a las clases oprimidas y desposeídas. El problema surge cuando se quiere dividir al pueblo en base a esferas culturales imaginadas, y no en base a divisiones administrativas o meramente políticas. Se puede dividir a la población a la hora de gestionar los recursos, estudiar campos definidos y marcos geográficos delimitados, o referirnos a poblaciones concretas, por ejemplo: el pueblo ovetense, el pueblo asturiano, el pueblo español o el pueblo europeo. Pero no como forma de considerar culturalmente, incluso étnicamente, diferentes a un asturiano y a un castellano o un extremeño.


Es tan evidente la fragilidad del concepto que nadie sería capaz de definir los límites geográficos de un pueblo (en el sentido de etnia o comunidad imaginada) más allá de las fronteras autonómicas o estatales. Se da por sentado que el pueblo catalán, por ejemplo, se refiere a aquellos que viven y trabajan en Cataluña; pero en ocasiones se adereza el concepto con connotaciones de carácter etnológico, como si un habitante de Maella, zaragozano, fuera diferente a una habitante de Batea, tarraconense, aunque entre ellos haya diez kilómetros de distancia. Sin embargo, para no pocos un maellano y una bateana pertenecerán a pueblos/nacionalidades diferentes o, siendo generosos, muy parecidos o hermanos, pero distintos, al fin y al cabo. Podría recurrirse a una trampa al solitario: afirmar que maellanos y bateanos tienen una mezcla de cultura catalana y aragonesa.



II.2. La cultura como aglutinante de los pueblos


Llegamos aquí a una cuestión clave. La cultura de una población puede estar condicionada por las características geográficas y climáticas del territorio donde se ubica, pero las culturas no emanan del suelo, es un producto de la sociedad. Cultura y sociedad son conceptos conjugados. Siendo rigurosos se podría decir que no existe la cultura de Asturias, o la cultura de España, sino la cultura de los asturianos y las asturianas, o la cultura de los españoles y las españolas. Parece una evidencia, incluso estúpido el comentar esto, pero la manipulación del lenguaje es tal que se llegan a perpetuar expresiones como «la cultura de aquí», que no se usan más que como arma arrojadiza contra los que consideramos extranjeros en nuestra tierra.


Al asumir que la cultura está desarrollada por los grupos humanos, debemos concluir que las culturas no pueden nunca entenderse como esferas reducidas entre las que existen pequeñas conexiones, pero que conservan —y además deben conservar— una idiosincrasia original enraizada en a saber qué época histórica remota, como puede abogar el celtismo, por ejemplo. Este concepto de cultura no solo es una impostura, sino que es una idea indeseable para un programa político con proyección internacionalista. En el mundo actual, especialmente en Occidente, la movilidad de las poblaciones y la interconexión entre territorios es mayor que nunca, y mayor será con el desarrollo y democratización de las TICs y los transportes. Vamos hacia un mundo más flexible y fluido; aunque no sea siempre permisivo con las personas, pero sí con las influencias, los objetos y las tendencias culturales. El método dialéctico nos exige examinar los fenómenos atendiendo a su movimiento, su desarrollo y sus cambios; la cultura no es algo quieto e inmóvil, no tiene sentido identificarse y sentirse imbuido por una cultura o un modo de vida centenarios cuando operamos en un presente en marcha muy diferente.


Por tanto, es absurdo plantear que existe una cultura entendida como una esfera cultural sustancialmente gallega, catalana, vasca, andaluza o incluso española. Existe la cultura que tienen y en la que se enmarcan los habitantes de Galicia, Cataluña, País Vasco, Andalucía, España en general, etc. Debemos tener en cuenta que, en todo momento, las formaciones culturales presentan componentes subjetivos y objetivos. Los habitantes de estos territorios y regiones pueden tener hábitos, usos lingüísticos, cosmovisiones y conocimientos diferentes entre sí, pero a su vez pueden presentar estos mismos rasgos culturales en común con gente ajena a esos territorios, porque la base capitalista global genera un sistema de superestructuras globales. Es decir, presentan rasgos culturales subjetivos que pueden ser diferentes entre ellos y a la vez compartidos con foráneos, incluso de otro hemisferio. Pero no debemos olvidar que también al revés, como es obvio, existen objetos culturales en común entre ellos y que no son compartidos con foráneos.


Desde un punto de vista nacionalista, o regionalista, esta diversidad cultural en lo subjetivo (individual, psicológico) se tiende a enmarcar culturalmente en un territorio reducido en lo objetivo, proyectando una especie de superestructura de alcance regional, lo cual no tiene sentido cuando las barreras territoriales, sociales y económicas cada vez son más permeables, o incluso inexistentes. ¿Podemos hablar de cultura sustancialmente asturiana o española cuando la mayoría de los asturianos o españoles tienen modos de vida y cosmovisiones generalizadas y extendidas por todo el mundo occidental? Habría aquí mucha tela que cortar en torno a los conceptos de base, superestructura y cultura desde la óptica marxista, pero esto se tratará en otro momento.



II.3. El mito de la cultura: una farsa peligrosa


Ahora, existen efectivamente rasgos y objetos culturales, folclóricos, que solo se manifiestan y desarrollan en un territorio dado, más o menos extenso: ritos, fiestas populares, gastronomía, vestimentas, etc. Y he aquí uno de los errores flagrantes: confundir folclore particular con cultura en general. Es la idea de Folklore de W.J. Thomps operando como «señas de identidad» de cada comunidad. Por otra parte, desde las instituciones políticas se alude a la cultura de una región, comunidad autónoma o nación política como el conjunto que incluye: la lengua propia (las lenguas cooficiales y regionales), el patrimonio artístico e histórico, el folclore y la cultura popular.


Podríamos llamar a esta concepción tan vulgar de cultura como el sesgo del turista. Según esta visión, la cultura de un territorio se compone de los componentes particulares que se dan en ese espacio geográfico, aunque no tengan que ver con el común de sus habitantes ni sean generalizables, y que servirían como distintivo en un mercado, como la oferta que distinguiría a un destino turístico de otro. ¿A qué se refieren si no los nacionalistas cuando apelan a la protección de su cultura como fundamento de su activismo nacional? «Nuestra cultura» como distintivo ante los vecinos mesetarios, o ante los inmigrantes que creemos que perturban nuestra sociedad. Comparten la misma idea de cultura que proyectaría una consejería de turismo autonómica para vender su región como destino turístico, exactamente la misma. La diferencia vende souvenirs y entradas a museos, pero también da réditos políticos a las burguesías locales.


¡Pero ojo! El sesgo del turista también es aplicable a esos chovinistas y patrioteros españolistas que disfrazan su racismo y su aporofobia hacia el inmigrante apelando a la incompatibilidad entre «nuestras costumbres y las suyas». Es cierto que de la convivencia pueden surgir conflictos por choque entre cosmovisiones, religiones, etc; pero no debemos caer en la trampa de «nuestras costumbres», como si los españoles y las españolas tuviéramos un Volkgeist que nos hace impermeables a personas de otro origen, religión, etc. Si bien hemos criticado la concepción fraccionaria de la población española, no quisiéramos que el lector concluyera tampoco, tras leer esto, que defendemos la existencia de una cultura española homogénea, monolítica e inmutable, también perfectamente diferenciada de la de sus países vecinos.



III. Conclusiones


Debemos ser claros: no hay unión voluntaria de los pueblos, disolución de las naciones, ni convivencia real si persistimos en sentirnos especialmente diferentes del vecino. Cada vez nos parecemos más unos a otros, cada vez estamos más conectados. No somos pueblo en base a nuestros hechos diferenciales, el aglutinante del pueblo debiera ser la disposición a luchar por sus intereses como clase, y ello pasa por arrasar con las ideologías fraccionarias, no darles cancha para que se consoliden y se extiendan. Esta es la trampa que supone el nacionalismo —principalmente étnico, pero en última instancia también el político— que emana de la superestructura de la sociedad burguesa, emponzoñando y fragmentando la lucha de la clase trabajadora, creando comunidades imaginadas y diferencias a menudo insignificantes que nublan y lastran las causas comunes.


 

Referencias bibliográficas

  • Bueno Martínez, G. (1978). Cultura. El Basilisco, 4, pp. 64-67

  • Bueno Martínez, G. (1991). El reino de la Cultura y el reino de la Gracia. El Basilisco, 7, pp. 53-56

  • Pueblo. (1965). En el Diccionario Soviético de filosofía. Montevideo: Ediciones Pueblos Unidos.

  • Marx, K. y Engels. F. (2004). Manifiesto comunista. Madrid: Akal

 

Sobre el autor:

[i] Oviedo, Asturias, España, 1994. Historiador por la Universidad de Oviedo y Técnico Superior en Guía, información y asistencia turística.

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