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1.2- Rosa Luxemburgo y España

Actualizado: 8 mar 2020

Por Santiago Armesilla


El desarrollo mismo del comercio internacional en el período capitalista trae consigo la inevitable, aunque a veces lenta, ruina de todas las sociedades más primitivas, destruye sus medios históricamente existentes de "autodeterminación" y los hace dependientes de la rueda aplastante de los capitalistas. Es la política mundial del desarrollo. Solo la ceguera formalista completa podría llevar a uno a sostener que, por ejemplo, la nación china (ya sea que consideremos a la gente de ese estado como una o varias naciones) hoy en día realmente se está "determinando a sí misma". La acción destructiva del comercio mundial es seguida, directamente, por la partición o por la dependencia política de los países coloniales en varios grados y formas. Y si la socialdemocracia lucha con todas sus fuerzas contra la política colonial en todas sus manifestaciones, tratando de obstaculizar su progreso, al mismo tiempo se dará cuenta de que este desarrollo, así como las raíces de la política colonial, yacen en los cimientos mismos de producción capitalista, que el colonialismo acompañará inevitablemente el progreso futuro del capitalismo, y que solo los inocentes apóstoles burgueses de la "paz" pueden creer en la posibilidad de que los estados de hoy eviten ese camino. La lucha por permanecer en el mercado mundial, jugar a la política internacional y tener territorios en el extranjero es tanto una necesidad como una condición de desarrollo para las potencias mundiales capitalistas. La forma que mejor sirve a los intereses de la explotación en el mundo contemporáneo no es el Estado "nacional", como piensa Kautsky, sino un Estado empeñado en la conquista. Cuando comparamos los diferentes estados desde el punto de vista del grado en que se acercan a este ideal, vemos que no es el Estado francés el que mejor se ajusta al modelo, al menos no en su parte europea, que es homogéneo con respecto a la nacionalidad. Aún menos el Estado español se ajusta al modelo; desde que perdió sus colonias, ha perdido su carácter imperialista y su composición es puramente "nacional"
Rosa Luxemburgo, El derecho de las naciones a la autodeterminación, 1909.

Esta cita está extraída del primero de los cinco libros que componen el conjunto de textos que publicó en 1909 acerca de esta temática, convirtiéndola, junto a Lenin y Stalin, en la máxima autoridad marxista en la materia, sino incluso a un nivel superior al de aquellos dos revolucionarios bolcheviques orientales. Junto a El derecho de las naciones a la autodeterminación, Luxemburgo escribió El Estado-nación y el proletariado, Federación, centralización y particularismo, Centralización y autonomía y La cuestión nacional y la autonomía. Los cinco fueron compilados, ese mismo año, en el volumen genérico La cuestión nacional, que no fue traducido al español hasta el año 1998, cuando El Viejo Topo lo editó con traducción María José Aubet. Las ideas de Luxemburgo acerca de la nación, el Estado, la autodeterminación y su aplicación a España fueron motivo de mi participación en el I Congreso Internacional sobre El pensamiento de Rosa Luxemburgo, celebrado en Sevilla por la Universidad Pablo de Olavide, el pasado 12 de abril de 2019, en el Paraninfo de la Universidad. Ahí compartí mesa con Arturo Fernández Le Gal, Ismael Villa Hervás, Josep Miquel Puertas y Rafael Rodríguez Prieto. En aquella mesa también leí la cita con la que empieza este capítulo, cuya importancia para entender la aplicación de las ideas de Rosa Luxemburgo a la cuestión nacional española desde el materialismo histórico es fundamental.


En mi libro, El marxismo y la cuestión nacional española (El Viejo Topo, 2017), partiendo de la discusión entre Luxemburgo y Lenin acerca de la aplicación del derecho de autodeterminación a Polonia, entonces colonia del Imperio Ruso, ofrecí la distinción, basándome en la discusión entre ambos, y en los textos sobre el mismo asunto de Stalin, entre bolchevismo oriental y bolchevismo occidental. Tanto Lenin como Stalin serían representantes del primero, aplicable a Imperios multiétnicos y multirreligiosos que no habían realizado su revolución burguesa en el periodo clásico de las mismas en Europa occidental, entre 1789 (Revolución Francesa) y 1871 (unificación de Alemania), y que corresponderían a los Imperios Ruso, Austro-Húngaro y Otomano. El bolchevismo occidental, por su parte, correspondería a las naciones políticas que sí habrían realizado dicho proceso revolucionario burgués en ese periodo histórico, consignado por el propio Lenin en Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación (1914), partiendo de monarquías absolutas anteriores y estas, a su vez, de monarquías autoritarias. En el libro se afirma que Luxemburgo es la madre del bolchevismo occidental, no ya solo a nivel teórico, sino también a nivel de praxis política. En este capítulo argumentaremos por qué y qué importancia tiene eso en el caso de la nación política española, que ella trató en la cita que hemos puesto al inicio.


La transformación social, política y, sobre todo, económica, acaecida a partir del siglo XV en Europa occidental, que Marx denominó acumulación originaria, es lo que permitió la evolución de las sociedades políticas típicamente feudales de entonces a las monarquías autoritarias que, a finales de aquel siglo, sentaron las bases de las monarquías absolutas posteriores. La alianza entre aristocracia y burguesía en Inglaterra, en el Sacro Imperio y, más tarde, en las Provincias Unidas de los Países Bajos, una vez separadas de la Monarquía Hispánica, permitió la expropiación de tierras de los productores directos de las tierras comunales campesinas europeas, bajo protección de la Iglesia Católica. La Reforma Protestante posterior permitió, además, afianzar esta alianza mediante la construcción de un poder político cada vez más centralizado, en el cual la fe y la política estaban completamente unidas. No obstante, esta alianza no estuvo exenta de convulsiones internas, como prueban salvo la Guerra Civil Inglesa (1642-1651), que dio lugar a la Mancomunidad de Inglaterra entre 1649 y 1660, república gobernada por Oliver Cromwell y su hijo Richard después, o a las Provincias Unidas de los Países Bajos en 1588, hegemonizadas por Holanda en una confederación en la que la burguesía controlaba a la aristocracia. En los Estados católicos, la acumulación originaria no se realizó plenamente prácticamente hasta el inicio de las revoluciones burguesas, como la Francesa en 1789, o la unificación de Italia en 1861. En Castilla, la lucha entre facciones de la aristocracia por el control de determinadas tierras, envuelta en luchas por la instauración de la hegemonía de nuevos privilegios señoriales frente a otros anteriores, se plasmó en conflictos como la Revuelta Irmandiña en Galicia (1467-1469), o la Guerra de los Comuneros, ya con España unificada, entre 1520 y 1522. La acumulación originaria permitió a las monarquías feudales de Europa occidental, fuesen protestantes o católicas, centralizar el poder político, unificar territorios, acabar con aduanas internas y potencias a las ciudades frente al campo, dando lugar a monarquías autoritarias. Portugal, España, el Sacro Imperio Romano Germánico, los Estados Pontificios, Inglaterra, Francia, Suecia y Polonia consiguieron generar Estados con un poder político y administrativo mayor que el de las monarquías feudales de los siglos anteriores, muy lejos del absolutismo monárquico y del Estado-nación posteriores, pero sentando las bases de aquellos a nivel político y económico.


Sin embargo, existe una diferencia muy grande, decisiva, en la construcción de la monarquía autoritaria española y las demás. La unificación de Castilla y Aragón por el matrimonio de los Reyes Católicos en 1479 supone el inicio del Estado español moderno, con una vocación imperial ya presente desde los reyes asturianos durante la Reconquista, que tenía que completarse con la conquista del Reino Nazarí de Granada en 1492. La nación histórica española existía previamente a su unificación como concepto, pero no como realidad política. A partir de los Reyes Católicos, esta nación histórica se va construyendo, en los siglos posteriores, pero muy repentinamente gracias al Descubrimiento de América en 1492, y a la circunnavegación de la Tierra (1519-1522), en un Imperio Universal, con territorios en todos los continentes, donde las formas de organización social típicas de la Reconquista se entremezclaron con el esclavismo, con formas autóctonas de organización social previas a su conquista (sobre todo en América) y, más tarde, con formas capitalistas muy elementales. De ahí la importancias de lo que Rosa Luxemburgo señala en su cita. España se convirtió en potencia mundial mediante la conquista universal de territorios, pero siguiendo parámetros sociales, culturales, políticos, económicos y religiosos que eran precapitalistas y, durante mucho tiempo, anticapitalistas. También de ahí, según nuestra interpretación, de las comillas que Luxemburgo pone al carácter “nacional” español tras perder sus colonias americanas en 1898. Porque España se constituyó como nación política antes de 1898, en los periodos revolucionarios burgueses que comienzan con la Guerra de Independencia en 1808 y acaban con el Sexenio Revolucionario en 1874, tal y como explicamos en El marxismo y la cuestión nacional española. Es decir, el poder Imperial español fue precapitalista, mercantilista, de transición entre los modos de producción feudal y capitalista entre finales del siglo XV y finales del siglo XVIII, perdiendo su Imperio americano, a grandes rasgos, en el primer tercio del siglo XIX, aun cuando su última colonia, el Sáhara Occidental, la perdió, de facto, en 1976.


Y esto, a escala histórica, desde un punto de vista marxista, es fundamental, porque permite entender la Historia de España y su gran particularidad en su evolución de nación histórica a nación política, partiendo de una organización monárquica autoritaria, a otra absolutista, y después a Estado nación. Porque durante ese periodo histórico se construye como Imperio universal generador, no depredador, no capitalista.


Por ello, la clave diferencial de la Historia de España respecto de las otras grandes naciones de Europa occidental es que fuimos Imperio Universal antes que nación política. Esto no es incompatible con el hecho de la existencia de España como nación histórica, como unidad política y cultural previa a la nación política, gracias las formas de Estado propias del Antiguo Régimen (monarquía autoritaria y monarquía absoluta). Pero esta estructura administrativa sirvió de base para que la metrópoli ibérica de la Monarquía Católica Universal Hispánica se consolidara como Imperio Universal Generador que atrasó, todo lo que pudo, la acumulación originaria capitalista, aunque ayudara a su expansión a escala global, sin saberlo.


Luxemburgo escribe sus textos sobre la cuestión nacional en plena época del imperialismo clásico que Lenin trató en su texto sobre este fenómeno de 1916, El imperialismo, fase superior del capitalismo. Lo que Gustavo Bueno llamó imperialismo depredador asociado al colonialismo en España frente a Europa (1999), tiene los siguientes cinco rasgos según Lenin:


  1. La concentración de la producción y del capital ha alcanzado un punto tan elevado de desarrollo, que ha creado los monopolios, decisivos en la vida económica.

  2. Se produce la fusión del capital bancario con el industrial y la formación, sobre la base de este capital financiero, de la oligarquía financiera.

  3. La exportación de capital, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una importancia excepcional.

  4. La formación de asociaciones capitalistas monopolistas internacionales que se reparten el mundo.

  5. La culminación del reparto territorial del mundo entre las grandes potencias capitalistas.

Para cuando España ha culminado su construcción nacional política, los territorios de ultramar que le quedan, que fueron poco a poco, durante la segunda mitad del siglo XVIII adaptando una forma de relación con la España ibérica más colonial, no la otorgan el peso suficiente como para poder posicionarse como Estado conquistador fundamental para la universalización del modo de producción capitalista. De hecho, cuando España empieza a adoptar modalidades de Imperio colonial, ya es tarde para que pueda competir con Inglaterra y Estados Unidos. Antes, tres siglos de proteccionismo, mercantilismo, esclavismo (sobre todo en las Antillas españolas, Cuba, La Española y Puerto Rico), arbitrismo y escolástica aseguraron una hegemonía mundial incontestable en el comercio en dos océanos, Atlántico y Pácifico (que llegó a llamarse el “Lago Español”), sin embargo, no establecieron en sus dominios el modo de producción capitalista. De ello hablamos en Breve Historia de la Economía (Nowtilus, 2019: 194-210), cuando definimos al Imperio Español como “sociedad política transicional, ni feudal ni capitalista”. Remitimos, por tanto, a esa parte para entender el funcionamiento económico, administrativo y político de la también llamada Monarquía Católica Universal. Un universalismo católico incompatible con el modo de producción capitalista que, iniciado en la Baja Edad Media en las ciudades-Estado italianas y de lo que fue luego Suíza, llegaron al centro de Europa y a Inglaterra, impulsándose mediante la acumulación originaria, la cual se universalizó cuando Holanda e Inglaterra, que seguían ya estos modelos económicos y sociales, aprovecharon las rutas abiertas por España y Portugal para sustituir, mediante la violencia y el coloniaje, las formas de vida precapitalistas de las zonas de la Tierra que lograron conquistar por las capitalistas. Así pues, es imposible separar el desarrollo de los modos de producción que analizó Marx desde su materialismo histórico, de la dialéctica de Imperios que Bueno analiza en su materialismo filosófico, partiendo precisamente de Marx.


A partir del bolchevismo occidental que Rosa Luxemburgo ayudó a construir, tanto a nivel teórico como práctico, que está en la misma línea de Lenin y Stalin, y por supuesto de Marx y Engels, tal y como argumentamos en El marxismo y la cuestión nacional española, es posible entender la Historia contemporánea de España y, también, la caída del Imperio Español, que tanto determinó nuestra Historia contemporánea. Este capítulo nos ofrece poco espacio para tratar una cuestión que requeriría un Tratado o un Ensayo. Lo que sí podemos decir es que el mantenimiento de la esclavitud en el Imperio, hasta más allá de 1830 (fue abolida del todo en 1880, y de facto, en 1886; la esclavitud, junto al proteccionismo interno peninsular para solo comprar productos textiles catalanes, fue lo que permitió el auge, tras la Guerra de Sucesión Española terminada en 1715, y la instauración de los Decretos de Nueva Planta por parte del rey borbónico Felipe V, de la burguesía de Barcelona frente a la aristocracia madrileña-castellana como clase hegemónica-dominante en la España peninsular), el régimen polisinodial de órganos o Consejos de competencias establecido en todos los Virreinatos, los Juicios de Residencia que evaluaba a los funcionarios del Imperio partiendo de testimonios también de indios (que eran súbditos de la Corona desde la Controversia de Valladolid en 1550-1551, que actualizó las Leyes de Indias), el requerimiento (texto leído a los indios para requerir su sometimiento a la Corona) y la encomienda (retribución en trabajo o en especie a cambio de un bien o prestación), la organización de los caminos como rutas comerciales terrestres que convergían en las Plazas de Armas de las ciudades, la promoción del mestizaje sexual, el otorgamiento de tierras comunales a indios y peninsulares, los más de 150.000 licenciados que salieron de las más de veinte Universidades generadas por el Imperio en América, el establecimiento del Real de a Ocho como moneda-mercancía de cambio universal, e incluso las reducciones jesuíticas de corte socialista, la desaparición de la mita o la prohibición del trabajo infantil y femenino, por ejemplo, en las minas, da cuenta de la organización no solo no capitalistas, sino también anticapitalista, que se instauró en el Imperio frente al avance colonial inglés y, en menor medida, neerlandés. El control de precios del trigo y el maíz, para evitar la especulación ya reinante en Europa central y noroccidental, fueron otro elemento a destacar en esta forma de sociedad política transicional mercantilista que fue el Imperio Español.


La construcción de la nación política española durante los periodos revolucionarios liberales y burgueses del siglo XIX es proporcional a su pérdida de capacidad de luchar “por permanecer en el mercado mundial” y “jugar a la política internacional”, teniendo “territorios en el extranjero”, en tanto que “necesidad” y “condición de desarrollo para las potencias mundiales capitalistas”. Ya en el siglo XVIII, como ha demostrado la historiadora económica Regina Grafe, el Imperio Español, aunque mejoró la capacidad tributaria del Imperio con respecto al periodo de los Austrias en tanto que llegaba más dinero a la España ibérica, sigue siendo una sociedad política policéntrica en la que existían más de un centenar de distritos tributarios, en los que se pedían préstamos de divisas y de dinero público para la inversión en infraestructuras, con apenas gasto militar, y una clara hegemonía de las ciudades portuarias sobre las terrestres, como Buenos Aires, Lima, La Habana, Guayaquil, Caracas (no técnicamente portuaria porque está en un valle, pero muy cerca de la costa), algo fundamental en el siglo XIX de cara a las guerras civiles que permitieron la independencia de los virreinatos, reales audiencias y capitanías generales que pudieron convertirse en naciones políticas soberanas en lo formal (jurídico), al tiempo que en lo material (económico, comercial) se transformaban en aquello que durante los tres siglos de Imperio Español no fueron: receptores de manufacturas tecnológicas por parte del extranjero, primero del Imperio Británico y luego de los Estados Unidos sobre todo, a cambio de la importación de materias primas extractadas mediante economías basadas en el monocultivo de las mismas. La sumisión periférica a un centro capitalista mundial no existía en América hasta la independencia decimonónica de las partes formales del Imperio Español, en el que, según Grafe, no había extractivismo ni relación centro-periferia. La conclusión a la que llegamos es clara: ni en la época Imperial, ni en la época nacional política, España pudo convertirse en un Estado competidor a escala universal de otros dentro del modo de producción capitalista, siempre desde el razonamiento de Rosa Luxemburgo. Tampoco ocurrió con ninguna nación política producto de la descomposición del Imperio Español. El proyecto de la Monarquía Católica Universal era el de un Imperio Universal generador, no depredador, y no capitalista. El de las naciones políticas desgajadas del Imperio ha sido cambiante a lo largo del tiempo, oscilando desde la inserción ejemplarista en la dialéctica de Estados capitalista, a la construcción de regímenes socialistas contrarios a dicha inserción en diversos grados (Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua), o el desarrollismo industrial con capacidad para resistir ciertas sumisiones políticas capitalistas sin renunciar a cierta construcción de un cierto Estado de bienestar (Venezuela con Marcos Pérez Jiménez, Argentina durante los dos gobiernos de Juan Domingo Perón, España con la presidencia de Antonio Maura y las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y de Francisco Franco, lo que Bueno llamó, polémicamente, derecha socialista, como contradistinta del keynesianismo socialdemócrata). Por tanto, la aplicación histórica de la idea de Luxemburgo sobre qué es el Estado, qué es la nación y qué implica la autodeterminación a España ha de tener en cuenta esto: que nuestra construcción nacional burguesa en los cuatro primeros periodos revolucionarios decimonónicos se hizo en sentido contrario al que permitió el auge de los Imperios coloniales, extractivistas y depredadores de Europa occidental, a saber, Bélgica, Alemania, Italia, Francia y, sobre todo, el Imperio Británico.


El modo de producción capitalista trajo la ruina de las formas de vida del Antiguo Régimen de toda Europa occidental, barriendo con sus formas sociales de vida hasta destruir buena parte de ellas, transformar otras y mantener solo las que eran funcionales a su reproducción. Este mismo proceso se reprodujo, durante el siglo XIX y mediante el colonialismo y, por tanto, a una escala aún más violenta, en América, Asia, África y Oceanía. Durante todo el siglo XX, esta situación se mantuvo a pesar de los procesos de descolonización masiva que empezaron a producirse tras la Segunda Guerra Mundial, la última gran guerra por el coloniaje internacional, fracasando Alemania por última vez (por ahora) en su intento de dominar las metrópolis coloniales de Europa occidental y por establecer un protectorado agrario y de fuerza de trabajo semiesclava en Europa oriental. En esos procesos, las naciones políticas independizadas del Imperio Español, incluida la propia España, también tuvieron que adaptarse a la nueva división internacional del trabajo y a la ideología del libre comercio, con proteccionismo del centro económico colonial, que el modo de producción capitalista entendido a la anglosajona consiguió imponer casi a escala universal. Solo con el fin del proceso descolonizador y, más aún, con la caída del Imperio Soviético entre 1989 y 1991, España y, también, muchas naciones hispánicas postimperiales (Argentina, Chile, Costa Rica, México, Uruguay, etc.), consiguieron insertarse en la nueva estructura internacional de Estados interconectados a través de las cadenas globales de valor, y por tanto, a ser naciones políticas capitalistas prácticamente plenas, unas con mayor desarrollo económico que otras, y con grados distintos también de desarrollo de un modelo político democrática liberal burgués avanzado. Es en este contexto geopolítico y geoeconómico español, partiendo de la historia aquí relatada, en el que tratar de aplicar el bolchevismo occidental que teorizó, y trató de poner en práctica, la camarada Rosa Luxemburgo.


Con el práctico cierre del proceso descolonizador del siglo XX, pues hoy día solo diecisiete territorios son reconocidos como colonias por la Organización de las Naciones Unidas (del Reino Unido: Anguila, Bermudas, Gibraltar, Islas Caimán, Islas Malvinas, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes Británicas, Montserrat, Pitcairn, Santa Helena; de Estados Unidos: Guam, Islas Vírgenes de los Estados Unidos, Samoa Americana, Puerto Rico; de Francia: Nueva Caledonia; de Marruecos de facto, de iure de España: Sáhara Occidental; de Nueva Zelanda: Tokelau), afirmábamos en El marxismo y la cuestión nacional española que son las teorías del bolchevismo occidental, iniciadas por Rosa Luxemburgo, pero coherentes por lo dicho por Marx, Engels, Lenin y Stalin, las que tendrán que aplicarse a las más de 193 Estados-nación que integran la ONU y que, por tanto, son políticamente soberanos (dueños de un territorio demarcado, de unos recursos naturales definidos a pesar de la dialéctica de clases y de Estados que implica la penetración de empresas transnacionales en todos los Estados, teniendo estas sede en otros Estados-nación; dueños a su vez de un patrimonio histórico determinado), económicamente independientes (en gran medida, en tanto que tienen bancos centrales públicos, que supervisan la acción de prestación de dinero de otros bancos públicos y privados a empresas nacionales e internacionales, y tienen moneda nacional; aunque existen procesos de integración, como el de la Unión Europea, en el que la moneda se hace nacional a la fuerza desde el Tratado de Mastrique en 1992) y reconocidos por terceros, mediante la diplomacia y la federación entre ellos, de cara a integraciones diversas, tanto materiales (comercio internacional) como formales (la ya mencionada Unión Europea). Caídos los tres Imperios de Europa oriental a los que Lenin y Stalin querían aplicar la idea de autodeterminación que defendieron en las dos primeras décadas del siglo XX, a saber, el Imperio Ruso, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano, y caídos los cuatro Estados-nación en los que el derecho de autodeterminación era incluido en el ordenamiento constitucional (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Yugoslavia, Checoslovaquia y Etiopía por la secesión de Eritrea), no cabe ya aplicar ya las ideas sobre la nación, el Estado y la autodeterminación del bolchevismo oriental, sino la orientación nacional-política que le imprimió Rosa Luxemburgo dando lugar al bolchevismo occidental. Dicho bolchevismo occidental, hoy, en el año 2019, debería ser llamado, simplemente, bolchevismo, o en todo caso, marxismo-leninismo del siglo XXI, y España es un lugar privilegiado, por la naturaleza de las tensiones políticas que vivimos, para su desarrollo y aplicación.


Ahora bien, el reto es doble. En primer lugar, porque se trata de aplicar dicho marxismo-leninismo del siglo XXI a una nación política consolidada que, no obstante, vive fuertes tensiones separatistas, y que ha cedido soberanía a la Unión Europea. Y en segundo lugar, y no menos importante, porque se trata de aplicar las revolucionarias ideas de Rosa Luxemburgo a un mundo que avanza, a trompicones, a la construcción de diversas esferas geopolíticas y geoeconómicas que, quizás, puedan construirse en los próximos cien años como nuevas formas de sociedad política post-estatal. Aquí radica el gran reto que asumimos en el aquí y ahora, pues el comunismo del siglo XXI ha de ser un comunismo aplicado en sentido inverso al del siglo XX y al del XIX. En este, se aplicaba a naciones políticas constructoras de Imperios coloniales, y luego a sociedades políticas en proceso de descolonización. En aquel, se ha de aplicar a naciones políticas consolidadas en proceso de construcción post-estatal. España, y las naciones derivadas del Imperio Español, deben elegir qué camino post-estatal tomar. Y las ideas de Rosa son, a nuestro juicio, las adecuadas para orientarse, junto a las de otros grandes teóricos materialistas. Y no es posible homenaje mejor a esta gran mujer, gran política, gran teórica marxista y gran revolucionaria y patriota. Su lucha es la nuestra, y nuestra lucha es la suya. De esta manera, haremos a Rosa un poco española. Y España será una nación política que honrará su figura histórica.


Bibliografía:


Armesilla, S. (2017). El marxismo y la cuestión nacional española. Barcelona: El Viejo Topo.

Luxemburgo, R. (2997). Obras escogidas. Madrid: Ayuso.

Luxemburgo, R. (1998). La cuestión nacional. Barcelona: El Viejo Topo.

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