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12.6 Las independencias de Iberoamérica. Una interpretación

Actualizado: 7 jul 2022

por Andy Fernández Torre


Resumen: Se propone una interpretación global y desglosada de las independencias de Iberoamérica teniendo en cuenta principalmente el debate historiográfico y el materialismo histórico. La complejidad de las independencias es tal que sólo se explicaría con cierta profundidad si entendemos éstas como una consecuencia probable de la conjunción entre una transición particularmente agitada al capitalismo como modo de producción, gracias a las contradicciones del Imperio español y la grave e imprevista crisis política de 1808 que precipitó el colapso de una Civilización y su forma estatal. La traumática y anárquica coyuntura se resolvió con revoluciones burguesas nacionales y concretas frente a débiles alternativas. No sólo fueron guerras entre naciones y/o civiles, sino también disputas revolucionarias plurales en un contexto de anarquía y cultura compartida, por muchos cursos regionales que hubiese. En esta reflexión se incluye un capítulo con citas históricas para reflejar las tesis propuestas a modo de apéndice y una extensa bibliografía.


Palabras clave: Revolución, Independencias, Iberoamérica, Imperio Español, Historiografía.



Dibujo de Santiago Lascano


I. Introducción a las independencias


Las independencias de Iberoamérica habitualmente se nos presentan de dos formas: 1) Guerras de independencia nacionales contra la opresión colonial en las que los conflictos se reducen a una teleología de naciones unívocas en sus proyectos políticos. 2) Imitaciones de las revoluciones del Atlántico Norte, siendo la americana y la francesa una suerte de sublimación de una supuesta Ilustración y modernidad homogénea, convergente y obligatoria, pues ni se contemplaban alternativas a la supuesta democracia liberal y representativa. Estas tesis, que se deben a las “historias patrias”, el diverso relato franquista y el otanista de Palmer y Godechot -que ni analizaron los casos hispanos o el haitiano- no sólo han desdibujado la memoria hispánica, sino que distorsionan y borran nuestro pasado, erosionando nuestra capacidad de análisis y propuesta, así como subordinando al mundo hispánico a nivel interior y exterior.


Considero necesario articular una interpretación, una verdad y un relato distintos, a pesar de las dificultades pues la materia es infinita y bien heterogénea dificultando el encuentro de leyes. Las alternativas más frecuentes ponen el énfasis en que las naciones hispanas no existían entonces o que los conflictos fueron guerras civiles. Seguramente las más sólidas sean las que traten de la clásica postura marxista y estructuralista sobre las independencias como una consecuencia de las necesidades del capital, sobre todo del industrial inglés: (recogidas en obras como la de Graham o da Costa). En esta línea cabría ponderar en profundidad la trascendencia de las independencias iberoamericanas como un hito decisivo en la extensión y consolidación del capitalismo. Pero aquí quiero proponerles otro enfoque, de inspiración principalmente historiográfica e histórica, pues a mi juicio estas explicaciones son insuficientes. Queda mucho por estudiar, pero me voy a atrever a compartir mis conclusiones provisionales.


Las Independencias de Iberoamérica fueron uno de los procesos históricos más complejos de la Historia de la Humanidad. Hubo distintas fases cambiantes que generaron distintos efectos en las dinámicas sociales y políticas. Si bien podemos enumerar muchas causas estructurales de tiempo largo o coyunturales de tiempo medio, la lista se reduce cuando llegamos a las causas catalizadoras o de tiempo corto, fácilmente objetivables con acontecimientos concretos. Aunque es muy difícil discriminar definitiva y científicamente si podemos encontrar un punto de no retorno en las reformas borbónicas, la respuesta gubernativa española a la Revolución Francesa, la batalla de Trafalgar, la crisis política de legitimidad del bienio 1808-1810, la Restauración absolutista o la revolución de Riego. Podemos fácilmente ponernos de acuerdo, en que las independencias eclosionan tras el bienio 1808-1810.


II. La América Española


El Imperio Católico se extendía por un espacio geográficamente extenso y poco poblado: entre 15 y 20 millones de personas. Se suele asumir que la frontera fue conquistada en el siglo XVIII, pareciéndose el mapa de entonces a las actuales fronteras de las naciones americanas. Pero todavía había importantes cantidades de territorio sin control. Esto se acrecentó en algunas regiones tras la expulsión de los jesuítas o se evidenció cuando la península caribeña de La Guajira expulsó a los españoles. Había mucho por colonizar y explotar.


El Imperio español se constituyó en origen en un mundo precapitalista con distintos fines, entre ellos el control de recursos mineros necesarios para el comercio con Oriente y la economía Europea en un paso decisivo de la acumulación originaria (al leer la obra de Altamira, los soviéticos y Kossok hablaron de los “conquistadores” como «caballeros de la acumulación originaria del capital»). Por ello, hubo que recurrir a controlar el interior del territorio con los medios de la época. Resumidamente se llevó a cabo de una forma singular: a través de pactos y privilegios desiguales según los territorios y grupos humanos, hasta constituir reinos coloniales concretos con distintas potestades, destacando el papel de la corona restringiendo a los propios grupos conquistadores por interés propio y sin un parlamento que la limitase. Las Américas podían ser españolas, pero eran de la corona, que no de la nación española.


El mundo hispano que hoy entendemos como una periferia fragmentada, era entonces su propio todo, un Imperio-Mundo dirían algunos y uno de los centros del planeta. Allí se articuló una economía autónoma y entre dos mundos, pero constituyendo a su vez su propio todo aunque la influencia exterior se hizo importante, sobre todo tras las reformas borbónicas. Pero es fundamental atender a una articulación territorial muy compleja en la que los distintos reinos eran interdependientes entre sí, tanto política como económicamente, a la vez que las relaciones que tenían entre ellos estaban basadas también en privilegios. Así, por ejemplo, provincias como la Guayana venezolana no eran restringidas en sus posibilidades económicas por la España peninsular, sino por Caracas (Pino Iturrieta, 2018: 73). España no transmitió homogeneidad a América porque con ella su extenso y sólido Imperio habría sido imposible en su tiempo. La heterogeneidad y la asimetría eran un recurso básico de dominación. Por muchos problemas y acusaciones de decadencia, no siempre infundadas, funcionaba. Y a pesar de algunas voces apenas se concebía su colapso y menos aún de forma tan repentina, balcanizadora y subordinadora.


Después de la génesis, el proceso más importante de la América española fueron las reformas borbónicas, particularmente concentradas en el reinado de Carlos III, debido a la Guerra de los 7 años y el auge inglés. Lo que algunos llaman el II Imperio, fue un intento de revolución pasiva original, si bien de pocas posibilidades reales que tuvo distintos efectos según las regiones, pero presentando una línea similar a las peninsulares: una modernización rentabilizadora, un crecimiento del estado y la economía a costa de una mayor extracción de las clases subalternas, mientras los privilegiados continuaban en buena medida su status. También podemos señalar características como la que destacaba Fontana de confiar más en los progresos técnicos que en la transformación de los vestigios feudales, sobre todo en las relaciones sociales de producción. Esta política provocó protestas populares en ambos hemisferios siendo la de Esquilache la más conocida.


Las reformas continuaron la interdependencia de los reinos coloniales, aumentaron su riqueza, pero agravaron la desigualdad entre ellos y sus clases, hicieron a las economías americanas más dependientes del exterior y desarticularon algunos de sus sectores, mientras apenas desarrollaron la estructura productiva peninsular. Además de la reestructuración territorial o la presión fiscal, la medida clave fue la liberalización comercial, que permitió el crecimiento del contrabando y que fue conflictiva para las artesanías y protoindustrias americanas, así como entre las propias élites. Una cuestión habitualmente olvidada es la reducción de la autonomía de las polis, las cuales no sólo eran un obstáculo al poder regio, sino un peligro político debido a su cultura política, por muy corrompidas que estuviesen en el siglo XVIII. No cabe olvidar que allí el estado llano seguía presionando y que tenemos documentado incluso cómo en el siglo XVI se celebraron posiblemente las primeras elecciones modernas a alcaldes y regidores con un sufragio prácticamente universal (Lucena Giraldo, 2006a: 72-73).


Los Borbones introdujeron una importante dosis de capitalismo sin contrapartes políticos en un territorio enorme, que había sido articulado en un modo de producción heterogéneo y anterior, para ser en buena medida autosuficiente, al margen del naciente capital e interdependiente internamente en la desigualdad arbitraria del privilegio. Pero ahora acechaba un contexto de transición al capitalismo y la modernidad política. La transformación anunciaba convulsión: como se vió en los celos criollos, los motines de los comuneros americanos, los numerosos pleitos o la rebelión de Túpac Amaru II. La última no se entiende sin el incremento en la región de la presión fiscal a los indígenas que se requirió para la independencia de las 13 colonias anglosajonas.


La inédita complejidad social hispanoamericana sólo aumentaba y existían grandes dificultades de comunicación por las condiciones físicas, lo que hacía inviables a las distantes fuentes de poder. Si a esto añadimos la peculiaridad de la construcción estatal que no era totalizante al modo contemporáneo, entenderemos los límites del estado. Éste no llegaba a todas partes sólo por una cuestión tecnológica o por una impronta feudal que le obligaba a ser débil. Sino porque en su contexto y en relación a sus objetivos y posibilidades, España se estableció en América con una «galaxia de ciudades» (Lucena Giraldo). Esto significaba que el territorio de las apoikias o polis que componían el Imperio se dividían al modo de los antiguos entre la asty y la chóra (traspaís” compuesto de paralia y mesogea). Si bien el siglo XVIII fue un periodo de transformación, fue inconcluso. El Estado no envolvía todo el territorio ni toda la sociedad, como Marx analizó agudamente para los antiguos con el término de «exclusión». De la misma forma que no se ordenaba el Imperio con una lógica centro-periferia repartida entre la península y el espacio colonial no europeo, sino que era policéntrico, teniendo varios centros en América. Pero volviendo a la cuestión social, hay que entender la contradicción con una sociedad no sólo con una autoconciencia crecientemente moderna y este Estado de los antiguos, sino en relación a las crecientes y nuevas exigencias socioeconómicas, que demandaban códigos legales modernos, integrales y actualizados. Si en España el problema constitucional era grave, en América era mayor y hasta avanzado el XIX, muchos americanos sólo conocerían como ley la autoridad de sus patrones.


Esto traía muchos vacíos legales y despotismos de las autoridades y los propietarios, que se reforzaban con disposiciones del derecho canónico que proporcionaba la Iglesia como auxilio. Por ejemplo: las Constituciones Sinodales de la Diócesis de Caracas de 1687 entendidas como objetivación paralegal y mental, que con licencia del rey sostenían el derecho de los «padres de familia» al control de la «multitud promiscual» por provisión divina. Estos eran los dos tipos de feligreses de la sociedad. Según el texto, los padres eran los que formaban parentela biológica, poseían tierras, siervos y esclavos. Estos auxiliadores del Trono y el Altar debían prevalecer en sus leyes y órdenes. La obligación del resto de la sociedad era obedecerlos, pues la «multitud promiscual» incluía desposeídos, mujeres, indios, negros y mestizos, carentes de capacidad para entender «los misterios de la religión», como explica el historiador venezolano Pino Iturrieta, pero sobre todo, de propiedad. También era frecuente que estos padres apelaran a otras características de la “canalla” como la raza, la vagancia y la estupidez.


El código fue confirmado hasta 1904 y creo que no requiere mucha explicación el afirmar la similitud y compatibilidad con la ley futura del propietario-empresario absoluto o lo que Montesquieu llamó loi de famille. Pero otra reflexión interesante no es que esta mentalidad patriarcal se manifestase en el tío de Bolívar en 1809 cuando se quejaba de que los mestizos en la oficialidad conducirían a la «disolución de la máquina social», sino: 1) para él la responsabilidad de la «candela» era el rey y 2) que los líderes de la independencia acusarían la misma actitud «patriarcal», al principio de forma explícita, y luego con Bolívar de forma implícita. Una tercera observación de interés es comentar dos decretos de la corona a favor de mejorar la condición de los esclavos (89) y posibilitar el acceso de los pardos a todos los derechos y cargos (95), pues son reveladores: los criollos ricos, mantuanos o “grandes cacaos”, ofendidos, acabaron forzando su suspensión.


En la América española, aunque en principio se reconocía al estilo romano y con acento católico la humanidad igual de todos, esto se veía restringido por los privilegios de la corona y por otros dos factores paralegales que se hicieron fundamentales en el siglo XVIII: la raza, entendida en un sentido más sanguíneo que moderno y convertida en una herramienta para facilitar el blindaje de las desigualdades de clase que se renovaban y el patriarcado. Ambos adquirieron fuerza por los límites internos y externos de la ley estatal. Respecto al tema racial, ignoro mucho, pero por lo que sé, no había un “sistema de castas”. La palabra “castas” hacía referencia al conjunto de los distintos mestizos -a los que en el siglo XVIII principalmente- se les discriminó para marginarlos y dificultar ascensiones sociales. Más complejo es saber si esto era legal, pues la corona llegó a promover lo contrario, pero quienes realmente mandaban eran las autoridades criollas y los caciques indígenas.


La complejidad de las sociedades, al calor de los nuevos tiempos, sólo se tensaba en el reinado de Carlos IV (1788-1808): exigían nuevas relaciones y decisiones estructurales que no podían demorarse. Ni siquiera podían ya esperar meses a las instrucciones puntuales de la península, pues cuando llegaban las medidas, la realidad ya había cambiado. Esto se agrava en esta época no sólo por la autoconciencia y las exigencias de los grupos sociales, sino porque España ya había empezado a introducir lógicas capitalistas que generaban crecimiento, pero también tensión social y fluctuaciones económicas, que aflorarán cuando estalle la crisis política de 1808-10. Es atrevido, pero perfilo el modelo de modernización borbónica como la constitución de un estado autoritario sostenido por la extracción a clases subalternas que cada vez veían en él menos réditos. El estado se volvió en leyes opresivas sin contrapartes que inspiraban una huida hacia sus márgenes anárquicos. Esto fue una influencia fundamental a la hora de responder antes las crisis que se desataron después de 1808, que solían recurrir a medidas liberalizadoras de la economía. Fenómeno que se advierte incluso en el juntismo posterior y en el anarquismo.


III. Crisis integral


A todas estas tensiones tenemos que añadir que la sociedad, durante el reinado de Carlos IV sufrió bastantes estragos y ruinas a ambos lados del Atlántico, sobre todo en el futuro México y la península, seguidas de Colombia o en un sentido desigual Venezuela. Esto se debió a la pobre herencia recibida, que no estaba preparada para lo que desató la Revolución Francesa en España: veto a ilustrados y reformas, guerras que supusieron deudas, déficit sistemático, inflación descontrolada, más impuestos a los de siempre, freno a la postergada reforma agraria, levas y manga ancha a la Inquisición. Incluso Godoy precipitó el arresto sin proceso público al moderado Jovellanos desde 1801 acusándole de líder de «la comunidad». Zeuske también señala que la revolución haitiana paró las reformas americanas que la tenían como modelo excepto en Cuba, pues justo antes de la Revolución Francesa, España estaba confiada y pensando en extenderse por África y expandir el comercio de esclavos y las industrias parejas. Podríamos glosar muchos problemas políticos que se generaron entonces y que supusieron una situación que obligó a la propia corona a comenzar el desmontaje del Antiguo Régimen con las primeras desamortizaciones, que agravaron la situación: en España afectaron a la beneficencia y en Nueva España también al crédito eclesiástico, que era fundamental para su economía.


La postergada reforma agraria -ya que las críticas a la productividad se aglutinaron desde 1750- no equivale a inmovilismo, si bien los tibios cambios fueron mayoritariamente en favor de los explotadores tradicionales. Siguiendo a Fontana, llegó a extremos de territorios que impusieron penas de cárcel para los jornaleros que pidiesen subidas salariales y multas para quienes concedieran, como respuesta a alzas anteriores que habían obtenido con «despotismo». Incluso hubo notables cambios sin ley en favor de la concentración agraria por la vía expropiatoria, llegando a haber pueblos en los que el Señor se apropió de todos los comunales. Pero particularmente grave fue la persistencia de barreras al mercado, y el déficit de infraestructuras del interior castellano, que dificultaron el envío de trigo desde Barcelona y otros puertos. Así como los privilegios de abastecimiento para Madrid por miedo a otro motín de Esquilache y que llevaron incluso a confiscar montos en el interior, como reconocía Godoy.


A la crítica coyuntura hay que añadir que las relaciones sociales de producción y las superestructuras políticas se volvían contradictorias y obsoletas respecto a la expansión, límites y necesidades de las fuerzas productivas, que demandaban otras. La España de 1808 llegó a ser un estado fallido y un escenario de revolución social, a juicio de actores de la época como generales del rey o ministros afrancesados. Una de las hipótesis más plausibles de la motivación napoleónica a la hora de intervenir es la de restablecer el orden, como anunció Murat y que sería demostrada por la colaboración inicial de las autoridades. Aquel panorama, a pesar de la persistencia de mitos, objetivizó el fracaso del reformismo borbónico.


La mejor expresión seguramente se da en el colapso de la capacidad de la agricultura para alimentar a la población en la coyuntura de las crisis de subsistencia de 1802-05 y sus motines en el caso peninsular, registrándose incluso en La Mancha consignas ajacobinadas (García Ruipérez). En Andalucía se sumó una epidemia causando la muerte de casi un tercio de la población, mientras que en provincias como Cuenca murió un 10% de la población. Caso similar parece ser el mexicano por aquellos mismos años, que llegó a su culmen con las sequías que anunciaron el levantamiento popular. También hay que recordar que el monopolio comercial de España con América quebró definitivamente en 1797 con la derrota naval de San Vicente y el Decreto de Neutrales. Trafalgar (1805) sería el remate del Imperio. No obstante, podríamos señalar el punto de inflexión años antes en 1790 con Hamnett o Calvo Maturana. Éste último señala con Floridablanca que en la Crisis de Nootka se evidenciaron los límites de las posibilidades imperiales, «treinta y seis años antes de la puesta de sol de Ayacucho, ya atardecía sobre el imperio español».


La conciencia de las clases se vió alterada para siempre y aquello era un polvorín que sólo necesitaba una chispa, pero no para provocar la independencia de las naciones, sino para prender la llama de la revolución en un régimen incapaz de reformar por sí mismo y que tampoco se atrevía a buscar una salida parlamentaria y pactada. Desde hacía tiempo, las clases dirigentes no se atrevían a una modificación sustancial del sistema o a una apertura, que entendían como una desestabilización que llevaría a la anarquía, una alteración de las relaciones de clase intolerable o a la propia guillotina. Seguramente no eran conscientes de lo que llamaba a la puerta. Algunos apuntan que tal vez los reyes fiaban todo a darle la vuelta al curso de la guerra y la protección francesa, o que incluso -desde el cuadro de Goya de la consorte o Chao- que Francia les llamase de vuelta a su trono. Pero a pesar de la desmemoria, la revolución social también prendió en la España de 1808, como diría Kossok, entre 1789 y 1808 maduraron «las condiciones objetivas y subjetivas».


La mecha es sólo relativamente conocida: Napoleón había conquistado Europa y consolidado su pacto con la burguesía, pero quería rematar el régimen a largo plazo y con garantías. Para ello arremetió contra Inglaterra, pero Portugal boicoteó con efectividad y se decidió intervenir la península. Si bien el objetivo inicial eran Portugal y Brasil, sobre la marcha apareció la idea de dar un golpe en España. Siguiendo a sus biógrafos Tulard, Roberts y Gueniffey, Napoleón entendía que la supremacía de Francia en Europa dependía de controlar España: la necesitaba como acceso privilegiado a su comercio colonial, fuente de recursos (particularmente de metálico) y por su flota. En la corte de Bonaparte entendían que sin todo ello no podrían derrotar a Inglaterra y temían que la creciente anarquía española lo amenazara, acercando la independencia de las «colonias», lo cual supondría «la mayor ventaja para la Gran Bretaña». Ya en Santa Elena, Las Cases le diría a Napoleón que debió dejar a Fernando en el trono para que le estallara a él la revolución popular.


IV. La cabeza de la serpiente


El Trono es fundamental para comprender las independencias y revoluciones hispanoamericanas, pero no en un sentido psicologista. El Imperio se articulaba en torno a la monarquía como institución y símbolo, que era sinónimo de estado y legitimidad. En 1808 ocurre algo imprevisto: el secuestro y la ausencia del rey legítimo. Los Borbones no pensaron en ningún mecanismo para proteger el Imperio si se le cortaba la cabeza, seguramente no concebían las circunstancias que llegaron y no había plan de ningún tipo para una situación así, a pesar de que el Imperio empezaba a ser frágil. A pesar de algunas advertencias previas, lo único que se pensó tardíamente fue desplazar a América a infantes o incluso al propio rey. Pero para entonces los británicos controlaban el mar y el príncipe cortó el camino terrestre.


En tiempos pretéritos una vacatio regis ya generaba conflictos, pero en tiempos modernos esto generaba más problemas aún y aquí entraron dos singularidades de las revoluciones hispánicas: una revolución monárquica que empieza con un rey ausente y que se distribuía por todo un continente que no era claramente uninacional. En un país europeo de tamaño medio la crisis de legitimidad de la autoridad podía resolverse con relativa facilidad. ¿Pero en un heterogéneo continente en plena transformación modernizadora, al borde de la quiebra y la explosión social? No se repetiría la calma de la Guerra de Sucesión y se necesitaban formas de gobierno legitimadas ante la opinión pública. Las autoridades reales, es decir, el estado, experimentó en América dos años de crisis de legitimidad. Si a esto le añadimos que las economías pasaban por un momento de torsión, que las sociedades estaban chispeantes y las haciendas quebradas, podremos comprender que en 1810 lo que ocurre es el colapso de un estado y de una Civilización gestada por un Imperio de conquista católico y sincretizador.


Una tercera gran particularidad de la revolución española que la hizo más compleja y dilatada fue la “unidad entre la revolución y la reacción” (Kossok), o en actuales palabras de Marx «el sello de la regeneración, mezclado con la reacción». Pero como es habitual en las «guerras de liberación» y «común» en el caso de la Europa Napoleónica, si bien «en ningún lado hasta el grado alcanzado en España» (Ribas:113). Aunque basta leer la vigencia del breve resumen del Trienio que hizo Marx -que firmaría Fontana- para defender la necesidad de su íntegra lectura, también podemos aludir al acierto que hizo previendo el fracaso no sólo de Espartero, sino de la revolución de 1868, si bien cortó «el nudo gordiano de la [futura y] repulsiva Guerra Franco-Prusiana» ( Marx y Engels, 2010b: 654-659, 2010c: 485 y 490 y 2010d:109).


Pero volvamos a cuando todo cambió para América: en 1810 la gravedad de la ausencia del rey escaló: llegaron noticias preocupantes de España: la derrota decisiva de Ocaña, la disolución de la Junta Central, el nombramiento de una regencia sin contar con los lejanos americanos y el ejército francés ocupando casi todo el territorio con sólo cuatro plazas pendientes de caer. El centro del Imperio se había hundido por completo. España parecía perdida, las sociedades americanas estaban tensadas y no se sabía qué legitimidad tenían sus autoridades al provenir de un régimen polémico y extinto en tiempos de soberanía popular, revolución y después de dos años de discusiones. Independientemente de voluntades secesionistas y fidelistas, para los americanos se hizo evidente que un problema que venía agravándose por el despotismo de la Metrópolis borbónica, la burocracia y los criollos, llegó a su máximo: la escasez de ley.


Todavía en el 1800, lo normal era que el estado fuese monárquico, por razones materiales e ideológicas. Esto quiere decir que el estado, propiamente dicho, era principalmente la monarquía. Todo lo que era «real« y dependía en última instancia del soberano, aunque ni conociese su existencia concreta y estuviese a 10.000 kilómetros. El rey era una figura paternal y arbitral que intervenía en la sociedad para resolver conflictos y producir equilibrios y justicia. Para muchos explotados de las Américas la monarquía no era un torpe Borbón que cazaba y despachaba empanado un despotismo. La monarquía para ellos era principalmente una importante barrera que a veces contenía a sus explotadores tradicionales: era un estado paternalista que hacía justicia y equilibrios sociales. El rey y su símbolo no eran lo mismo que hoy, ni estaban ligados al liberalismo. ¡Hoy nos olvidamos de que la radical Revolución Francesa o la Haitiana empezaron siendo monárquicas!


V. Behemoth desatado


Cuando llegó la crisis terminal de 1810, la civilización hispánica se volvió sobre sí misma para disputar el poder en un contexto de colapso estatal, anarquía y revolución. Ausente el Centro del Imperio, la periferia no tenía otro remedio que reordenarse. La situación se parecía a lo que representó Hobbes con Behemoth: guerra civil, anarquía, un régimen parlamentario tolerante, charlatán y que presidía la subversión del poder. Behemoth era un demonio bíblico indomable por el hombre, que asfixiaba con su peso y hacía temblar la tierra. En el caso hispanoamericano, las circunstancias se agravaron porque no sólo colapsó su estado, sino el nexo entre sus partes. Pero ante todo fue un tiempo de una politización nueva para las sociedades, que las cambiaría para siempre.


Con la eclosión juntera de 1810 no estallaron guerras de independencia de naciones americanas. Sino que continuó la respuesta revolucionaria de la península en 1808 ante el vacío político, pues a ambos lados del Atlántico se compartía una cultura política común, pero a diferencia de allí, no había un enemigo invasor, ni una nación clara en torno a la cual unirse. Se abría en América la competición de distintas revoluciones que disputaban los recursos y las instituciones a la deriva, a la búsqueda de fuerzas sociales que las nutrieran. Porque no sólo afloraron tensiones coloniales, nacionales e identitarias, sino de clase, territoriales, raciales y antifeudales. En la península, el colapso fue seguido de la usurpación extranjera del estado y de una revolución popular que se articularía en una dirección. Pero en América, la rebelión fue preventiva, de diversa composición social y terminó el colapso del estado. Éste tardaría mucho en levantarse y el primer y más sencillo paso fue utilizar -por su legitimidad interior y exterior- la bandera del rey para reconstruírlo y remodelarlo. Fueron luchas irreducibles a sencillas categorías que hacen imposible reducir las pugnas a dos bandos nacionales compactos.


Mientras que las autoridades peninsulares tuvieron, ante el temor a la plebe, que sumarse a la corriente revolucionaria, los criollos pensaban que o hacían su revolución, o se la hacían otros. Pensemos en la Venezuela de 1810: Los ricos llevaban años con pérdidas porque vendían menos, a las puertas tenían pobres de colores meditando sobre el modelo haitiano: revolución social y racial (que ya intentaron algunos en 1795 en Coro, centro azucarero del país y cuatro años después en Maracaibo), el árbitro de la sociedad desaparece, las arcas públicas están vacías y la plata que les tiene que llegar de México para compensar lo que importaban y enviaban al exterior se reduce… Porque los Borbones hicieron a muchas regiones economías de monocultivo exportador que no producían por sí mismas artículos básicos para la vida como las herramientas…o el básico trigo! Y sus economías dependían de exportar productos perecederos que se gravaban en el puerto y cuyo flujo estaba en crisis. Siguiendo a Pino Iturrieta, las carestías de la Venezuela de hoy, facilitadas por la dependencia llegaron a ocurrir entonces. Posiblemente se trataba de la región que más aplicó y mostró las contradicciones del II Imperio. ¿Qué iban a hacer ante la coyuntura de 1810? ¿Cruzarse de brazos? ¿Reconocer a Napoleón y enfrentarse al poder naval de Inglaterra? ¿Seguir encareciendo el comercio exterior? El principal objetivo de las primeras juntas era preservar el orden social.


La independencia de Venezuela no llegó hasta la III República de 1817. Las dos primeras no fueron destruídas por tropas enviadas de la península. Fueron derrotadas por las clases populares. Ya en 1808, los criollos habían tanteado montar una junta soberanista. No lo lograron por la presión de la plebe portadora de un odio indeleble y hostil a los proyectos de sus tradicionales patriarcas. Miranda y luego Bolívar, fueron derrotados entonces por el realismo popular, que no defendía la monarquía real, ni abstracta, ni liberal, sino la idealización heroica y paternal a la que evocaría Tolkien. Pero no era un movimiento que existiese antes. La masa mató la secesión porque se les prometió -con mayor o menor explicitud- destrozar a sus históricos enemigos de clase. Hasta se repartían el botín que cogían de los ricos mantuanos y aspiraban a repartir sus tierras y conservar los comunales que los republicanos intentaron privatizar. Parece que entendían la independencia como una despótica dictadura de la clase rectora. La tropa ultrarrealista de Boves -compuesta mayoritariamente por pardos y negros- no pretendía restituir el poder imperial, sino una guerra salvaje de clases o colores, que algunos califican de genocidia por la brutalidad contra los mantuanos y blancos contrarios. El gran terror que inspiraron llegó a los ingleses y al general español Morillo. El Decreto de Guerra a Muerte, siguiendo a Pino Iturrieta, fue una orden de exterminio fruto de una aristocracia humillada que exigía venganza. A mi juicio una de las cuentas pendientes que tenemos es explicar en profundidad la extrema violencia que estalló en 1810 sin recurrir a tópicos románticos.


En Nueva España estalló la rebelión popular en el nombre del rey contra la miseria, ya que el futuro México llevaba un par de años quebrado gracias a un conjunto mortal: las industrias tradicionales se disolvían frente los textiles ingleses, el crédito eclesiástico había sido liquidado por Godoy para pagar la continuidad de la Corona de los privilegios, los vales reales se habían depreciado y se juntaron varias sequías sacudiendo a la población el hambre y los precios. Nueva España había sido gravemente descuidada, a pesar de que su plata era el principal soporte de la corona española y de hecho financió la Peninsular War. Aunque hasta entonces Napoleón recibía de España la mitad de la plata novohispana. La crisis fue tan grave que las propias autoridades tuvieron que reformar el sistema y cercenar los privilegios, haciendo inviable a largo plazo la continuidad del absolutismo y firmando su acta de defunción. Hasta en Perú el virrey absolutista tuvo que introducir algunos cambios. Las circunstancias presionaban a todas las autoridades, incluso se dieron casos extraños como el del capitán general de Guatemala, que a pesar de resistirse a la apertura política y reprimir, planteó una sugestiva reforma agraria que mostraba su sensibilidad social y que no se realizó.


En general, las independencias dieron paso a prácticamente un siglo XIX lleno de guerras civiles, golpes, continuidades coloniales, dificultades de construcción en el estado, pugnas entre unitarios y federales, empobrecimiento, ruralizaciones, barbarización y militarización de la política. Pero la mayoría de estos rasgos no provenían ni de la cultura, ni de los tiempos coloniales. Eran consecuencia de un acceso a la modernidad -o a la contemporaneidad- con un estado fallido en guerra, con numerosos bloqueos y retrocesos explicables por la situación del largo Behemoth de las largas y sangrientas independencias, si bien pudieron influír rasgos de la modulación colonial, como por ejemplo la poca experiencia en representación política o la forma estatal antigua.


VI. Extrañas independencias


Al rasgo de Civilización de Imperio y la circunstancia del estado monárquico fallido, para explicar el diverso caos de lo ocurrido, podemos tomar de referencia tesis de Kossok de cierta vigencia, si bien insuficiente desarrollo. Es decir: las independencias estuvieron marcadas por «la relación dialéctica de los componentes continental y regional», comprendiendo también fases de continentalización y regionalización a partir de «una situación revolucionaria común» a partir de 1808, pero cuyo estallido no es «linealmente causal».


El abanico de opciones políticas era muy variado: usar el absolutismo para conservar o para reformar “lo justo”, aplicar el constitucionalismo o boicotearlo, utilizar el constitucionalismo español para la independencia, proclamar la independencia en nombre del rey cínicamente o hacerlo sinceramente, darle el poder a una junta, a un congreso, a un triunvirato o a un dictador; que estos optasen por la continua ambigüedad o que proclamasen una república u otro rey, cuando éste podía tener diversos significados: podía ser un nuevo rey para subordinarse a España, a Francia, a Inglaterra o independizarse totalmente. Las circunstancias hasta la restauración absolutista fueron muy confusas, esto explica que varios países hispanoamericanos tengan dos fechas de independencia o más. Pues la tesis de la “máscara fernandina” no es todo lo sólida que podría pensarse. Las independencias inicialmente no eran una separación de España, sino la misma reasunción de soberanía o pacto traslatii que hicieron las juntas peninsulares para nombrar su gobierno y conducir su sociedad.


Hay que explicar con leyes por qué se dan en las independencias situaciones tan dispares, habiendo muchos cursos y decantaciones según las circunstancias e iniciativas de sociedades compuestas diversamente, así como movimientos pendulares destructivos y con efectos encadenados, lo cual es evidente con cada cambio político de la península, que agita media América: 1810 lleva a muchos autonomistas a la independencia, 1814 lleva a muchos liberales a la independencia y a monárquicos a la República, 1820 lleva a conservadores a la independencia y 1823 lleva a la división de los españoles. Esto se ve claramente en los rioplatenses, los chilenos, los Hermanos Angulo del Perú, los criollos mexicanos o los líderes realistas de de la Serna y Olañeta.


Seguramente el caso más desconcertante fue el de Paraguay, independizado peculiarmente en 1811 y nunca recuperado por la corona, se integró en una Confederación Americana que no llegó a existir. También hablaron mucho más de América que de México los primeros independentistas de éste, como se ve en los Elementos Constitucionales de Rayón, los Sentimientos de la Nación de Morelos o incluso en menor medida la misma Constitución de Apatzingán. Otros ejemplos extraños fueron Chile cuando en 1812 parecía encaminarse hacia la independencia, pero lo hacía de manera confusa y confederada, pero acabaron pactando una autonomía que el absolutismo traicionó: irradiando descontento. Quito y sus provincias se dividieron, rechazando las últimas la autoridad de la capital. Pero ambos participaron en Cádiz, pero a pesar de esto Quito acabó haciendo su propia Constitución y fue sometida por las provincias. Argentina tiene dos independencias en las que ni se dieron explicaciones ni se autodenominaban como Argentina; casos más dramáticos son los patriotas que son recordados como tales, cuando se exiliaron de la amargura por la balcanización como Artigas, contrario a la existencia de Uruguay. Pero más incómodos de explicar fueron los últimos realistas americanos, pues eran indígenas.


Recientemente se pone en valor cómo la mayoría de realistas eran americanos, las regiones realistas o las provincias americanas que se enfrentaron para esgrimir la teoría constructivista de la nación. Si bien algo hay de cierto en esto, este enfoque margina la realidad de que el continente era su propio mundo, tenía su propia cultura política y en un contexto de colapso, no sólo se desataron iras de clase y raza contenidas, sino los resentimientos territoriales que disputaron los resortes de poder para organizar su nueva vida. Pero también se puede argumentar la compatibilidad de una concie