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5.10- Notas para una reconstrucción histórica de la filiación eslavo-española

Actualizado: 7 sept 2020

por Yesurún Moreno Gallardo[1]


Resumen:

El presente artículo no trata de exonerar culpas ni mucho menos rastrear la arqueología de un carácter o temperamento español al modo esencialista o primordialista, sino, más bien, incorporar elementos problemáticos para estimular el subsiguiente debate historiográfico. En concreto, pretendemos circunscribir la influencia de Stalin en la guerra civil española en un marco mucho más amplio de relaciones entre la filosofía política rusa y la cultura política española.

El punto de partida es la constatación del hecho que, la recepción del legado filosófico anarquista -eminentemente- bakuniano, (aunque también vía Kropotkin y Proudhon) tuvo en España un impacto mucho mayor de lo que se suele creer. En las siguientes líneas daremos cuenta del carácter combativo a la par que indisciplinado del pueblo español para sugerir que la literatura historiográfica no hierra, o no lo hace tanto, cuando habla de los “incontrolados” de CNT-FAI a cargo de Companys durante las Jornadas de Mayo de 1937.

Por ello, hemos considerado que sería oportuno dividir la explicación en cuatro grandes puntos, a saber: (I) la revolución (revoltosa); (II) el apoliticismo; (III) el antiliberalismo; (IV) el anticlericalismo.

Un buen punto de partida en esta tarea arqueológica son las palabras que Karl Marx dedica a la sociedad española en su artículo La España revolucionaria publicado en el New York Daily Tribune el 9 de septiembre de 1854:

Así ocurrió que Napoleón, que, como todos sus contemporáneos, consideraba a España como un cadáver exánime, tuvo una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español estaba muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerza de resistencia.

Palabras clave

España, Siglo XIX, Antiliberalismo, Apoliticismo, Anticlericalismo, Anarquismo.






I. Introducción: el siglo XIX español, una lógica pendular.


“En el campo republicano, hemos visto, se encuentra, desgajado del tiempo, todo el repertorio del romanticismo revolucionario europeo, Bakunin y Marx, Sorel y Lenin: algo que viene del reencuentro tardío con la imaginación social de 1848 aureola la retórica de la izquierda española”. François Furet, El pasado de una ilusión.

Debemos retrotraernos en el tiempo algo más de un siglo.

Hasta las postrimerías del siglo XVIII, España estaba sumida aún en el Ancien Régime. La inestabilidad política, los levantamientos, los problemas endémicos de una sociedad basada, prácticamente en su totalidad, en una economía orgánica -agraria- azotada por las plagas, los problemas demográficos y técnicos, así como el papel de la Iglesia Católica y, en concreto, de la Santa Inquisición (que ejercía de repelente contra las ideas liberales en el contexto de la post-Contrarreforma) empujarían a esta nación a ser vista como el enfermo europeo. Hay un consenso amplísimo respecto al atraso frente a Europa.


El pensamiento español estaba dominado por las ideas absolutistas encarnadas en “Los serviles”, “Los liberales llamaron serviles a sus rivales políticos, por defender estos el absolutismo y los privilegios estamentales y de la Iglesia, limitando el alcance de la reforma liberal” (De la fuente, 2013: p.43): un grupo de eclesiásticos seguidores del pensamiento contrarrevolucionario del pensador francés Joseph de Maistre, que consideraba que la Revolución Francesa (1789) había sido un castigo divino derivado de la tolerancia hacia ideas blasfemas que trataban de suplantar a Dios en virtud de la idolatría a la Razón. Tal y como sugiere Pedro Carlos González Cuevas, el pensamiento tradicionalista se desarrolló

en la sociedad española, más tardíamente que en Francia. Sin embargo, el pensamiento contrarrevolucionario español iba a disfrutar a lo largo de más de un siglo de una continuidad, volumen e influencia que difícilmente se dieron en la historia intelectual y política europea (González Cuevas, 2013: p.101).

El pensamiento absolutista basaba la estabilidad del sistema político español (como se ha apuntado) en el terror establecido por la inquisición y el despotismo del soberano. Frente a la amenaza liberal, que había logrado desplazar de la centralidad política a todos los cuerpos intermedios del Antiguo Régimen; nobleza, clero, incluso a la monarquía, a partir de las Revoluciones Liberales[1], y el peligro latente de un contagio insurreccional, autores como Fray Francisco de Alvarado (1756-1814) o Fray Rafael de Vélez (1777-1850) tratan de desprestigiar las modas filosóficas provenientes de Europa. ¿Quién en su sano juicio sustituiría el amor dei por el culto a la razón humana, falible? No puede haber concesiones: el liberalismo es una enfermedad que se propaga por el cuerpo de la comunidad política para corromperla. Una enfermedad que en España tardó en eclosionar pese a los tímidos intentos de las minorías ilustradas, ya que “aunque el reformismo racionalista ilustrado fuese un avance hacia la modernización política, sus postulados no se ajustaban a los liberales de la época” (De la Fuente, 2013: p.23).


En realidad, en esa misión presuntamente más espiritual/moral que política, lo que practicaban y propugnaban “Los serviles” era una auténtica teología política. Impugnan la totalidad de las ideas ilustradas, ponen freno al espíritu revolucionario y son totalmente contrarios a cualquier especie de Asamblea Constituyente. Su ideal político es la equiparación del Estado a la Iglesia. Su plan se verá truncado por el triunfo del liberalismo y las brechas de un pensamiento absolutista que concluyen en la celebración de las Cortes de Cádiz de 1812[2]. Esto no habría sido posible sin el papel activo de Fernando VII (al que algunos arrogan el papel de vendepatrias y peor monarca de la historia de España) que hizo posible la ocupación “ilustrada” (1808[3]-1814) de la mano de José I Bonaparte. En efecto, “El nacimiento del liberalismo español puede fecharse en 1808. El Antiguo Régimen se desplomó como efecto de la invasión francesa” (De la Fuente, 2013: p.30).


Puesto que no nos ocupa aquí la profusión de detalles, dejaremos apuntado que, tras el fracaso de las Cortes, al volver Fernando VII para restaurar el absolutismo se suceden una serie de conflictos dinásticos que darán como resultado la configuración de las Guerras Carlistas (1833-1876)[4]. En resumen, “La identificación del liberalismo con los enemigos de la tradición y la religión volvió a actualizarse en las tres guerras civiles carlistas que se sucedieron en el territorio español” (Losantos, 2018: p.367). La pregunta es: ¿Qué nos importan dichas guerras? En primer lugar, hacen una vindicación de la religión, la nación y la tradición bajo el lema: “Dios, Patria y Rey[5]. Acordémonos de este elemento, luego nos será de gran utilidad.


En segundo lugar, porque la caracterización de este movimiento como profundamente reaccionario o simple y llanamente “de derechas” es muy simplista y “condicionó fuertemente la evolución del Estado liberal” (González Cuevas, 2013: p.107). Miguel de Unamuno se refería a ellos como “socialistas en alpargatas”, ¿por qué? Porque al igual que algunos sectores del incipiente socialismo se mostraban reacios a la modernización liberal. Ambas facciones, aunque antagónicas se oponían a la liberalización y privatización de las tierras comunales, frente a lo urbano, lo rural; frente a la centralización jacobina-liberal, la descentralización/fueros; frente a la privatización, comunitarismo. Quedémonos también con esta confluencia entre polos radicalmente opuestos.


Pero, en parte, a causa de la conocida desamortización de los bienes de la Iglesia, aunque insuficiente en el alcance de los objetivos de la reforma, comienza una adaptación de España al capitalismo (Vilar, 2002: p.77). Esto es, “Lo que sí hay es una mayoría social (hidalgos, bajoclero, campesinos) impermeable a las nuevas ideas, una atmósfera que no las sustenta y una minoría que se abre al espíritu del siglo” (Vilar, 2002: pp.76-77). Este largo proceso que dura todo un siglo es el homónimo de lo que Marx y Engels denominan la “acumulación originaria” (en base a los estudios sobre la economía inglesa). Así, España se ponía en línea de continuidad con el avance inexorable de la mundialización capitalista. Aun así, no podemos decir que cuaje el liberalismo hasta después de 1840.


Otro punto en el que hay un acuerdo extendido entre los académicos, más allá de su atraso estructural y endémico es el hecho geográfico. Bien, no podemos hablar de “pureza racial en una nación fruto de un crisol de razas y pueblos distintos a lo largo de siglos” (Núñez Seixas, 2018: p.51). La península ibérica ha sido históricamente un lugar de paso, una mixtura cultural. Tal y como explica Pierre Vilar:

La península es una encrucijada, un punto de encuentro entre África y Europa, entre el Océano y el Mediterráneo. Una encrucijada extrañamente accidentada, es verdad (…) Un punto de encuentro, sin embargo, en que los hombres y las civilizaciones (…) han dejado sus huellas desde los tiempos más remotos (Vilar, 2002: p.17).

Esta es una buena pista para comenzar a rastrear ese carácter indómito, anarcoide propiamente español. De este modo tenemos que atraso y geografía son dos elementos importantes en la configuración del ser de un pueblo, un espíritu muy particular, sui generis, una historia, unas características de tipo étnico, el Volkgeist del que “surgiría el nacionalismo como un fenómeno político derivado de la existencia previa de una nación” (Núñez Seixas, 2018: p.9). Efectivamente,

Estos dos términos de aislamiento y pobreza han sido situados frecuentemente por la literatura contemporánea en los orígenes de los valores espirituales del pueblo español (…) De la naturaleza de su país ha sacado su pasión por la independencia, su valor guerrero y ascetismo, su gusto por la dominación política y su desprecio por la ganancia mercantil[6] (Vilar, 2002: pp.14-15).


Así, estos factores se debe añadir la resistencia anti-napoleónica como agregador nacional. Entonces, “La renovación por medio de Napoleón no podía tener éxito. Pero se podía intentar una renovación contra él[7]” (Vilar, 2002: p.83). Es en este contexto en el que comienza a dibujarse el “buen salvaje” rousseauniano del que hablamos. Empieza a fraguarse una cultura política pendular entre dos pulsiones; (I) la apertura al liberalismo y (II) el regeneracionismo[8]. Se establece una “ínfima minoría imbuida del espíritu de ‘la ilustración’” (Vilar, 2002: p. 82).



II. Revolución y guerra: la recepción de Bakunin en España.

“La guerra civil, tan dañina para el poder de los Estados, es por el contrario y en virtud de esa misma razón, favorable siempre para despertar la iniciativa popular y el desarrollo intelectual, moral e incluso material del pueblo”. Mijaíl Bakunin, Escritos.

Explica Federico Jiménez Losantos en su obra Memoria del comunismo (2018) que en España calaron los postulados anarquistas y no los marxistas stricto sensu. Esta no es una aportación novedosa, son muchos los autores que coinciden en esta idea, sin embargo, hay algunos elementos interesantes. Veamos.

La Primera Internacional (A.I.T.)[9] fundada en Londres (Inglaterra) en 1864, surgió en condiciones adversas fruto de la tensión interna entre sus distintas sensibilidades (sindicalistas ingleses, anarquistas y socialistas franceses e italianos republicanos).


¿Qué sucede en España por entonces? “Durante la Gloriosa de 1868, que inicia el Sexenio Revolucionario hasta la restauración canovista, Marx y Bakunin solo ven a España como campo de una batalla dentro de la guerra por el control de la Internacional” (Losantos, 2018: p.350). En efecto, se extiende la idea de que España puede ser un óptimo recibidero sensible a las ideas revolucionarias. Así lo constata Vilar: “hacia 1865-1875 se fijan también, a través de la querella Marx-Bakunin, las dos corrientes del pensamiento revolucionario español; y convendremos en que es preciso buscar en este decenio las fuentes en que ha bebido la España de nuestro tiempo” (Vilar, 2002: p.112). Somos partidarios de esta idea; en aquella época de efervescencia revolucionaria (en sus distintas versiones) se dirime una batalla por la hegemonía al interno de la A.I.T. que ve, en la hasta entonces yerma nación española, un potencial vergel. Siguiendo a Xavier Díez en El pensamiento del anarquismo decimonónico (2013) resulta llamativo el hecho de que

Habitualmente se tiende a certificar el acta de nacimiento del anarquismo en España con el viaje del italiano Fanelli, antiguo garibaldino a quien envió su amigo Bakunin, a Barcelona, en octubre de 1868. Pero si halló eco tanto en la capital catalana como en la española, fue porque existía un terreno abonado (Díez, 2013: p.203).

Puesto que no disponemos del espacio y el tiempo suficientes para detenernos en demasía, haremos spoiler.


Tal y como explica el yerno de Karl Marx, el teórico y revolucionario Paul Lafargue en diciembre de 1871 (es decir, comprendido en el decenio que fija P. Vilar): “Es en España que se puede constatar la influencia de Bakunin. Es él quien ha inyectado a los hombres de aquí el desprecio a la policía”. Lo interesante de este fragmento de Lafargue radica en dos sentidos: (I) el primero, en España, la pequeña Rusia, la revolución quedará tutelada a partir de entonces por las ideas anarquistas[10] dando como claro vencedor de la contienda ideológica a Bakunin[11] sobre Marx. (II) En segundo lugar, ese “desprecio a la policía” en sentido amplio, es decir, a la policía entendida como fuerzas y cuerpos de seguridad represivos del Estado burgués (aquello que hoy en día entendemos como A.C.A.B.) y la Wohlfahrpolizei como sinónimo de la Administración del Estado en sí y su implantación territorial. Pronto volveremos a esto. Asimismo, P. Vilar coincide al aseverar que “fue el bakuninismo quien finalmente triunfó” (Vilar, 2002: p.108).


Aunque en menor medida, las ideas del también anarquista Piotr Kropotkin tienen su influencia en España por la vía de Severino Albarracín, discípulo directo de aquel. De hecho, España es ese “espacio que acabará siendo una de las regiones europeas con mayor influencia kropotkiniana” (Díez, 2013: p.222). Explica Jiménez Losantos que: “Nadie, ni siquiera Marx y Engels, alcanzó mayor influencia que estos dos rusos en el devenir del socialismo revolucionario español” (Losantos, 2018: p.358). Una vez muere Albarracín, José García Viñas, miembro de la alianza bakuninista “hizo de anfitrión durante el verano de 1878, cuando Kropotkin quiso conocer España (…) Kropotkin siempre recordó con afecto su visita a España y sacó excelente impresión de sus revoltosos amigos” (Losantos, 2018: p.359). Como podemos observar, la cuestión de la implantación del anarquismo en España no es una cuestión netamente filosófico-académica, sino material. Los revolucionarios se reunían aquí físicamente. Pocos años después estas reuniones clandestinas se materializarían “hacia 1884-1885, cuando surgen nuevos grupos kropotkinianos (…) el anarquismo internacional se decanta ya claramente por los partidarios de Kropotkin, y este apoya a los diversos grupos comunistas que van surgiendo por España (…) inclinados hacia el insurreccionalismo” (Díez, 2013: pp.223-224). Pero, estas alianzas insurreccionales irían de la mano de la traducción y recepción de las obras más notables del anarquismo, sobre todo, a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo XIX[12].


Bien, como decíamos, de las palabras de Lafargue de 1871 extraíamos la idea del rechazo sistemático a la policía -en sentido amplio-. Este es el segundo rasgo tan típicamente español, el apoliticismo.



III. Apoliticismo: Ni dios, ni patria, ni rey.

“Encerrada en su pasado, excéntrica, violenta, ha seguido siendo un país católico, aristocrático, y pobre, en el que el Antiguo Régimen sigue siendo poderoso, alimentando contra él las pasiones revolucionarias”. François Furet, El pasado de una ilusión.

¿Recuerdan que cuando hablábamos del tradicionalismo carlista de mediados del siglo XIX en España este propugnaba los valores de la religión, la nación y la tradición? Llegados a este punto, acaso les sorprenderá que el anarquismo triunfará como el absoluto negativo de dicha tríada. Ello configurará un pensamiento marcadamente apolítico. Esto es, “su apoliticismo en 1870 no es un arrebato casual sino el comienzo de una larga trayectoria de lucha frontal contra el sistema parlamentario que llega prácticamente hasta el final de la guerra civil y teóricamente hasta la actualidad” (Losantos, 2018: p.366). Aunque en la práctica, los partidos y sindicatos anarquistas en la actualidad se hayan adocenado sigue existiendo ese hilo conductor rojinegro.


Cuando tratamos de abordar las diferencias sustanciales entre el marxismo y el anarquismo esta es la principal. Pese a beber de las mismas fuentes, véase, el socialismo utópico, el marxismo se desmarcará y surgirán entonces discusiones permanentes sobre el carácter político o antipolítico de la actividad obrera que se vertebrarán en función de tres ejes (Losantos, 2018: p.359):

  1. El papel de las huelgas continuas y la huelga general como instrumento revolucionario.

  2. La participación de los afiliados a la Internacional en el sistema de partidos burgués (republicanos o federales que concurren a las elecciones con normalidad).

  3. La aceptación o no del terrorismo como fórmula revolucionaria moralmente aceptable y políticamente eficaz[13].

El nivel de organización y estructura de partido/sindicato será la piedra de toque entre las profundas discrepancias de dos doctrinas filosófico-políticas que interactúan como siameses separados al nacer.


Para cerrar el círculo de la explicación en torno al apoliticismo (que deviene en desprecio por la política y, en consecuencia, antiestatismo puro) y las reticencias del anarquismo en participar de las democracias liberal-burguesas y sus instituciones corruptas y corruptoras, adjuntamos, a continuación, diversos documentos que nos ayudarán a ver materializados los aspectos sucintamente ya comentados.


A propósito del primer gran Congreso Obrero español en Barcelona el año 1870 se reciben dos comunicaciones por parte del Comité Federal de Suiza y de Bélgica respectivamente en la tarea propia del internacionalismo obrero del hermanamiento de las luchas. Veamos.


La política, la religión y los gobiernos han sido creados por nuestros patronos, burgueses, curas y reyes para mejor dominarnos, para sojuzgarnos, para hacernos morir de hambre divirtiéndonos en partidos (…) uno de nuestros más imperiosos deberes, [es] rechazar absolutamente todo lo que hoy se llama política. (Comunicación del Comité Federal de Suiza, 1870).
Hemos debido romper con todos los metafísicos de la política y con sus sermones sentimentales (…) y hemos tomado por línea de conducta la abstención en materia política (…) no decimos que todos los gobiernos sean buenos, no; decimos que todos los gobiernos son igualmente despreciables. (Comunicación del Comité Federal de Bélgica, 1870).

¿Cómo se tradujeron esas “recomendaciones” de los colegas suizos y belgas en el Congreso de Barcelona de la A.I.T.? Se resuelve del siguiente modo:

Entre el colectivismo y la política, entre la igualdad y el privilegio, entre el trabajo y la holganza, entre media sociedad emancipada y otra media esclava, no cabe, no puede caber más pacto que la guerra.    Causa de profundos odios entre nuestros hermanos, la política se opondría constantemente a que profesáramos en nuestro trato el principio de amor, sin el cual nuestros trabajos se perderían en el desamor y en la fría indiferencia, dejando en el aislamiento los tan caros elementos que queremos agrupar (…)    Que toda participación de la clase obrera en la política gubernamental de la clase media no podría producir otros resultados que la consolidación del orden de cosas existente, lo cual paralizaría la acción revolucionaria del proletariado (…)   Esta federación es la verdadera representación del trabajo y debe verificarse fuera de los gobiernos políticos.  (Barcelona, local del Congreso Obrero, 23 de junio de 1970).

Pero entonces, ¿cómo vincular carlismo y anarquismo si en el tablero ideológico se encuentran como posturas diametralmente opuestas? ¿Cómo es posible que Falange Española tomara prestados los colores rojo y negro de la bandera de CNT e intentará atraer hacia sus filas a los cuadros más politizados del anarquismo para el nacionalsindicalismo? ¿Cómo acabaron llegando a pactos de tal envergadura con partidos socialistas e incluso comunistas? ¿De dónde proviene esa endogamia tan atípica? Y lo más importante de todo, ¿cómo es posible que a izquierda y a derecha se viera “en esa base anarquista de las fábricas y los campos españoles la raíz política genuinamente nacional, el revolucionarismo auténticamente español?” (Losantos, 2018: p.367).



IV. La escasa penetración del liberalismo en España (XIX-XX).

“Las representaciones liberales de lo que era la nación española, sin embargo, sólo fueron compartidas por una minoría fundamentalmente urbana y burguesa (…) [se] seguía desconfiando, como todo el pensamiento conservador, del origen liberal-revolucionario de la propia idea de nación (…) [pero] se tornó compatible una aceptación de las facetas asumibles del progreso capitalista con una visión del orden político y social de raíz antiliberal y autoritaria”.  (Xosé M. Núñez Seixas, Suspiros de España).

El anarquismo de corte bakuninista que en España había comenzado a cautivar a los jóvenes revolucionarios (tanto del campo como de la ciudad) sobre todo en lugares como Cataluña y Andalucía a partir de la segunda mitad del siglo XIX, pareciera que fueran los únicos grupúsculos del espectro político-ideológico que se situaban por fuera del liberalismo y la democracia burguesas.


Esto no es así. De hecho, “Casi todos los historiadores y sociólogos que se acercan sin prejuicios al siglo XIX coinciden en identificar una mayoría popular carlista, antes fernandina, siempre absolutista y antiliberal, en los durísimos conflictos que atraviesa España de 1808 a 1874” (Losantos, 2018: p.367). Pero ¿recuerdan lo que hablábamos de la extraña complicidad entre socialistas (en varias de sus formas) y carlistas? Incluso empleábamos la expresión unamuniana: “socialismo en alpargatas”. Como se ha dejado apuntado en el primer punto de este epígrafe, el humor político era fuertemente antiliberal: “el liberalismo era ajeno al sentir de la mayoría de la población española” (González Cuevas, 2013: p.110). En consecuencia, “el régimen liberal fue siempre en España cosa de minorías ilustradas y que ni siquiera entre los liberales cuajó pronto ni de forma indeleble” (Losantos, 2018: p.368).


También se ha apuntado que este mismo siglo está atravesado por dos vectores de fuerza; el del progreso liberal y el del tradicionalismo y regeneracionismo. Sigamos con otra metáfora unamuniana. Si bien la primera metáfora fijaba la convergencia entre socialismo y carlismo (aparentemente antagónicas) y ello, a su vez, se derivaba de la impugnación del progreso liberal, “La arbitrariedad, decía Unamuno poco más o menos, es el régimen natural del pueblo español, atemperada desde arriba por el pronunciamiento y desde abajo por la anarquía” (Vilar, 2002: p.93). La reflexión es de una perspicacia y enjundia tremendas. Por arriba se refiere a las élites políticas que -efectivamente- se verifican en el decisionismo de Donoso Cortés y en el cirujano de hierro de Joaquín Costa. Y, por abajo, interesantísimo esto también, se verifican en las fuerzas populares que principalmente eran el carlismo y el anarquismo. Unamuno nos da la llave para entender el complejo entramado del antiliberalismo en la España contemporánea ¿Cómo? Al desdoblar la cuestión del arbitrismo entre élites políticas y pueblo podemos ver con mayor claridad que “Hay zonas rurales y muchas ciudades que pasan del carlismo al socialismo sin que el liberalismo haya cuajado nunca del todo” (Losantos, 2018: p.369).


¿Se debe esto acaso al tópico manido de que los extremos se tocan? No. Tiene que ver principalmente con dos cuestiones:

Tras la última guerra carlista (1876) el proyecto carlista se ve a todas luces agotado. Un carlista seguía teniendo más en común con un socialista que con un liberal (y más en concreto con un anarquista favorable a la colectivización de las tierras comunales).

En esta línea, queda meridianamente claro que:

Unos identifican al liberalismo con la impiedad religiosa; otros, con la impiedad social (…) Unos imaginan el paraíso en el pasado; otros, en el futuro. Pero ambos consideran al presente, liberal y capitalista, como la suma de todas las abominaciones; ni reformable ni perfeccionable, ni recuperable (Losantos, 2018: p.369).


V. El agnosticismo en la obsesión antirreligiosa.


El viejo régimen, la vieja monarquía no ha sido derrocada por la Revolución, ella misma se había podrido, corrompido y había caído ignominiosamente, como cae del árbol la manzana putrefacta. Pero el veneno de la descomposición de la vieja Rusia se ha quedado dentro del organismo popular y continúa expandiéndose por la vida del pueblo ruso (…) El monstruoso nihilismo que impera en estos procesos de desintegración es el fantasma de la vieja Rusia y no una criatura de la nueva Rusia. En Rusia ha caído el poder y no ha sido sustituido por uno nuevo. Se ha creado un vacío de poder, un interregno, una infructífera, estéril y confusa época, la anarquía. (Nikolái Berdiáyev, ¿Ha habido revolución en Rusia?, 19 de noviembre de 1917).

El escritor italiano Gesualdo Bufalino dice en algún lado que “sólo en los auténticos ateos sobrevive la pasión por lo divino”. Tal y como habíamos acordado, el temperamento español, el mismo al que Antonio Machado se refiere como aquel con “la sangre de Caín [de] estómago vacío y alma huera” (Machado en Vilar, 2002: p.114), se constituía al menos de cuatro elementos, a saber: (I) la revolución (revoltosa); (II) el apoliticismo; (III) el antiliberalismo; (IV) el anticlericalismo.


Vamos a