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5.9- La religión como límite de la razón

Por José David Solís Vázquez [1]




Resumen:

Considerar que la religión puede edificar en el hombre el orden de la razón, no es sino análogo a querer emplearse medicinalmente en una obra loable y pretender comenzar ésta por el estudio de los fundamentos de la santería; es decir, es una empresa que linda con la irracionalidad. La religión, como forma primaria de ordenamiento del conocimiento de la realidad que construyó el hombre primitivo, no es sino consecuencia del sesgo cognitivo que introdujo tempranamente en el mismo la invención de la falacia animista, que inauguró una concepción dualista de la realidad. Estos principios dualistas, metafísico-religiosos, no han servido más que para, apoyados en la insultante dogmática de las iglesias, sostener rígidamente la dominación de la conciencia, al mismo tiempo que carecían de todo fundamento racional. No obstante, el progresivo avance de la ciencia, desde el Renacimiento y la Ilustración, han logrado convertir estas concepciones metafísico-religiosas en una caricatura, presentándolas como el límite de la razón y del conocimiento científico, único caudillo del progreso del hombre.

Palabras clave: religión, ciencia, animismo, razón, falsacionismo, intersubjetividad.







I. La génesis del sentimiento religioso


El sentimiento religioso se arquitectó, ad ovo, sobre una falsedad. El hombre primitivo, inmerso en un paulatino proceso de desarrollo de su conciencia reflexiva y apoyado en una meditación primaria acerca de sus experiencias subjetivas, encontró la necesidad de proporcionar razón a aquellas mismas vivencias, pero siendo el hombre mismo un intérprete desacertado de los datos que le suministraban tanto la Naturaleza como su propia introspección.

Acontecimientos inusitados como visiones de sí mismo y de sus compatriotas –vivos o muertos– en experiencias oníricas; la constatación de que se sucedían pseudocausalidades entre sucesos naturales simultáneos y, eventualmente, el terror mortis incentivaron al hombre primitivo a sustraer de tales experiencias que todo cuanto de enigmático o extraordinario en ellas se hallaba tenía necesariamente que obedecer “a la voluntad de un espíritu o ánima, sutil e invisible; nada sucedía por azar” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 311).


Naturalmente, estas hipótesis ad hoc eran manifiestamente incoherentes y falsas; su relevancia radica, no obstante, en que fueron explicaciones con capacidad para satisfacer los exiguos requisitos que el hombre primitivo imponía a una descripción racional de la realidad. De esta forma, pues, se alumbró la falacia animista.

Las primeras proyecciones de este sesgo animista-finalista es posible que, como sostiene Puente Ojea, “recayeran sobre los ancestros muertos –cultos funerarios– y sobre ciertos animales poderosos como centros de voluntad –pinturas rupestres prehistóricas–, y luego o simultáneamente, por extensión, sobre fuerzas o fenómenos naturales –ríos, montañas, bosques, huracanes, tormentas, etc.– (Ibid.). El terror mortis, por último, consolidaba un mundo cada vez más henchido de angustias e inseguridades, donde estas desatinadas creencias primitivas encontraron una acogida sólida.


A decir verdad, el fenómeno animista primariamente no implica la existencia del sentimiento religioso. El término “animismo” es la definición de una estructura psíquica que funciona en términos dualistas. Es decir, la realidad bajo este mundo ideal surgido del animismo se le apareció a los hombres escindida: de una parte, existía un elemento corporal, material, que daba la sustancia a los entes tangibles; pero por otra parte, subyacía a esa entidad material un elemento ingrávido, que habitaba el cuerpo (ese elemento inmaterial es el que, transcurriendo el tiempo en la Historia, vendría a ser considerado como alma o ánima).

Por este medio, ese habitante inmaterial padeció un proceso de autonomización, donde ya no se descubría como parte fundante del cuerpo del hombre sino de todos los entes corpóreos: cualquier ser dotado de soporte material era susceptible de poseer dicho elemento inmaterial o espiritual; el paso a la religión estaba solidificándose.


La siguiente transición se sigue lógicamente de las premisas que la preceden: el estadio último es el de la separación radical del alma y el cuerpo, el elemento espiritual ya es propiamente inmaterial y puede ser desahuciado del sustrato material; el espíritu puede fundamentarse autónomamente sin el auxilio de la materia. Esto es lo que se ha convenido en denominar la explosión animista. A partir de aquí, “el camino hacia la creencia en seres sobrenaturales o divinos estaba ya expedito” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 14).

En el primer nivel de la escisión animista aún no se encuentra nada que pueda definirse como religioso, pues el animismo es simplemente una doctrina epistemológica que sostiene una paridad alma-cuerpo como fundamento del hombre. Este primer estadio, sin embargo, sería superado en el instante en el que la concepción de alma en el hombre va trascendiendo hacia la idea de alma separada del cuerpo del hombre y con potestad para residir en otros seres, reclamando su nueva condición de “espíritu”.

El sentimiento religioso, la religión, se alumbrará cuando, de forma progresiva a través de ritos nace la primitiva arrogación de propiciar, exorcizar, predisponer o expulsar ese elemento espiritual que ya puede o no residir en el cuerpo –y que puede ser causa tanto de la fortuna como de los tormentos–.


Esos mitos y ritos definieron formalmente el mundo de emociones y explicaciones primarias de las experiencias y hechos de la Naturaleza. Y será este “comportamiento del psiquismo humano ante los fenómenos del mundo natural o social que le parecen enigmáticos o extraordinarios” (Ibid.) lo que va a ser presentado como el inicio de la fabulación religiosa que ha cristalizado el fenómeno animista original.

El sentimiento religioso deriva pues, a todas luces, del fenómeno animista, aunque no sea paralelo a este. En otros términos, toda religión posee como elemento seminal que funda su credo original una concepción dualista de la realidad, que viene caracterizada por una separación entre el espacio natural (profano) y el transnatural (sagrado); elemento espiritual que pertenece a “instancias punitivas o tutelares poderosas y enigmáticas ante las cuales los seres humanos improvisan respuestas, bien de exorcización bien de propiciación, para intentar aplacarlas y superar el espanto o temor que generan” (Gonzalo Puente Ojea, 2009: 33).

Esta constatación acredita que el germen del que brotará toda religión es el animismo. Y esto es así dado que los sentimientos religiosos no podían más que tener su origen en la mente, acaudillada por la escisión animista-dualista, que la proyectará idealistamente. El punto álgido será la construcción del alma cósmica, del que derivará la idea de Dios. Dios es, en última instancia, un derivado de la idea de alma inmaterial, del mismo modo como la religión deriva inexorablemente del animismo original. “La ilusión animista es el fenónemo previo y genérico para la ilusión religiosa, aunque no la implique conceptualmente” (Gonzalo Puente Ojea, 2009: 47).



II. La ciencia como elemento fundamental de la razón


El animismo, como concepción primaria del mundo, es el triunfante inicio de las concepciones dualistas de la realidad, que alimenta a toda filosofía metafísico-espiritualista y da forma a la totalidad de las ilusiones religiosas que pueblan el orbe. “El animismo –por tanto– define y acota el campo de lo religioso” (Gonzalo Puente Ojea 2000: 50). Es necesario resaltar que el dualismo que inaugura la escisión animista no es rayano al tradicional dualismo materia-espíritu de la tradición filosófica y teológica, aunque el primero es el embrión del segundo, y por más que se enmascaren tras la denominación “espiritualistas” siguen siendo animistas.


Sin embargo, desde que en los siglos XVIII, XIX y –sobre todo– XX se consolidara la experimentación y el estudio científico de la realidad, que se venían gestando desde el Renacimiento, los productos de la fabulación teológica no se tienen más que como pertenecientes al orden de las ilusiones primitivas del hombre, y se presentan, bajo cualquier circunstancia, como un ejercicio de pseudoracionalidad en el cual entrenar las conciencias como forma primera de mantener el orden de cosas vigente.

El estudio de la Física, de la Química, de la Biología y de las Neurociencias ha descubierto los sesgos de la falacia animista, desacreditando la religión como forma mental que tuvo el hombre primitivo de ordenar su conocimiento estatuyendo los referentes del mismo en supuestas entidades sobrenaturales no registrables empíricamente; es decir, residentes en un espacio metafísico.


No obstante, el entrenamiento en estos tipos de presunciones arcaicas es practicado por la abrumadora mayoría de las confesiones religiosas, en la clara consciencia de la estima que se les profesa como instituciones milenarias cuya virtud radica en ser capaces de asistir en coyunturas diversas a la reacción, con su insultante integrismo, y socorrer el orden de clases de la burguesía dominante.

La Iglesia Católica se ha presentado históricamente como mater et magistra de todos los integrismos y fundamentalismos religiosos, dado que en su institución como monarquía absolutista y universal, con el Vicarius Christi como caput ecclesiae, ha atentado directamente contra toda expresión de racionalidad en el hombre, entregándose al legado y herencia de unos mitos que no pertenecen sino al estadio pueril de la humanidad, los cuales ha sido capaz de producir y reproducir arrogándose una soberanía absoluta sobre la conciencia del hombre a través de una tupida red de parroquias encargadas de desalojar de ella toda luz racional que iluminara el paisaje de oscuridad al que el crucifijo y la tiara pontificia habían sometido la realidad.


La razón fue capaz de volver sobre sus pies el conocimiento científico del hombre, ausente durante la larga noche medieval, convirtiendo las concepciones metafísico-religiosas en una caricatura a medida que avanzaba la experimentación y teorización científica. El dualismo quedaba como un residuo de la pseudoracionalidad del hombre primitivo –la cual ya solo es un instrumento para sostener la arquitectura social de clases existente– e iba siendo reemplazada por la triunfante ciencia materialista.


En consecuencia, las competencias del gobierno de la razón residen exclusivamente en la ciencia, y la religión no permanece más que como un vestigio, aunque habiendo sufrido un proceso de reforma a través del dogma, de la irracionalidad de las explicaciones del hombre primitivo ante los sucesos que encontraba enigmáticos.

No obstante, la concepción dualista de la realidad que va unida a ella persiste vigorosamente en mayúsculos grupos de individuos, y aunque para un determinado número de ellos el dios secular de las iglesias no sea sino una deformación de la realidad, las doctrinas que profesan siguen alimentando filosofías metafísicas y espiritualistas que se apoyan en una afirmación presuntuosa, según la cual existe la probabilidad de estar facultados para trascender la materia –eventualmente otorgándole esta determinación de trascendentalidad a la conciencia–.


Sostener esto quiere ser presentado aquí como la expresión última y más acabada de la arcaica fabulación religiosa, en la medida en que el elemento seminal de la religión no es la creencia en la existencia de Dios sino del alma, del espíritu, en una dualidad como elemento fundante de la realidad. Esta primitiva “visión mítico-religosa del mundo generó una especie de segunda naturaleza en el ser humano que le impedía, con la irresistible fuerza de los hábitos ancestrales, el acceso intelectivo a la reconsideración de la realidad ontológica de la especie humana en su universo” (Gonzalo Puente Ojea, 2009: 72). En virtud de ello, se explica cómo estas vertientes son deudoras igualmente de las concepciones metafísico-teológicas. Asimismo, se justifica por este medio que tanto la religión institucional como el animismo/espiritualismo contemporáneo sean tenidas como formas ideológicas, que se apoyan en los inquebrantables lazos que las anexionan a las estructuras socioeconómicas de la sociedad de clases, regida por el modo capitalista de producción y apropiación de las mercancías; relaciones intratables, por otro lado, si se omiten la lucidez que proporcionan en esta materia los principios básicos del materialismo histórico.


Del mismo modo, diversas vertientes de estas concepciones metafísicas y espiritualistas tienen la virtud de enmascarar más sutilmente el carácter religioso de sus premisas, pues llevadas estas hasta límites insospechados son capaces de ocultar su tradición. Aún así, en la medida en que son diestras en el abuso del lenguaje y en el manejo y explotación de los mitos infantiles que carecen de todo rigor, son rayanas a la religión e indistinguibles de esta. El ejemplo paradigmático son las doctrinas que defienden la erradicación de las vacunas y de la tecnología como elementos que atentan contra la salud del hombre. Estos credos más sutiles, en el preciso instante en el que manifiestan su anti-cientificismo, declaran igualmente su carácter ideológico y son el límite de la razón, igualándose a la religión.


En consecuencia, carácter de todas estas concepciones religiosas puede ser ilustrado palmariamente presentándolas como una “dianomía esquizoide”: el sentimiento –no el conocimiento– de una realidad dual no solo compuesta de materia sino también de un elemento espiritual, que transciende la pura materialidad, cuya manifestación última es la creencia en entidades de tipo sobrenaturales que están fuera de la misma naturaleza de lo empírico. Nada indistinguible de la religión tradicional.

La forma dualista de concebir la realidad va a ser definida como una forma metafísico-religiosa, pues ambos términos hacen justicia tanto a la religión tradicional como a las metafísicas espiritualistas de nuevo cuño. Estas concepciones metafísico-religiosas representan, pues, con su dualismo, el límite de la razón. Y la ciencia –como eje en torno al cual gravitan los principios que ordenan el conocimiento racional del hombre– no puede más que posicionarse en abierta hostilidad contra esta distorsión de la realidad, que supone la inauguración de la ficción con consecuencias más catastróficas y perturbadoras para el conocimiento racional de la realidad y el progreso del hombre.



II. 1. El método científico


En primera instancia, desacreditar la validez de las concepciones metafísico-religiosas como forma de aproximación racional al conocimiento de la Naturaleza, exige comenzar por la enunciación de los requerimientos que se estiman necesarios científicamente para que un conocimiento pueda ser llamado igual a la razón; es decir, un conocimiento con pretensiones de mostrar coherentemente la estructura de la que se compone la realidad. El planteamiento, pues, versará sobre el método, o “la doctrina sobre la demarcación entre ciencia y no-ciencia” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 65).

El criterio que prepara el terreno para la erradicación de las especulaciones míticas con pretensiones de veracidad científica es formulado por K. Popper como falsabilidad. La primera condición que ha de satisfacer un conocimiento con pretensiones de explicación racional de la realidad es que, para ser racional, tiene que ser falsable. La doctrina de Popper “sostiene que una hipótesis debe ser falsable (refutable) si aspira a formar parte de la ciencia, y solamente es falsable si existe o cabe imaginar algún enunciado observacional (empírico) que sea incompatible con ella” (Ibid.).


El criterio que subyace a esta cuestión elemental es el empirismo: solo a través de la experiencia podemos estar facultados para decidir sobre la veracidad o falsedad de una hipótesis. La refutación de un sistema científico ha de ser solo posible a través de la experiencia. A este respecto, Puente Ojea afirma atinadamente que “hay enunciados falsables que no han sido falsados, pero pueden en principio serlo. Otros que, siendo falsables, han sido luego falsados o satisfactoriamente confirmados” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 65), y lo ilustra con un ejemplo pertinente: la suposición de Le Verrier sobre la existencia de un posible planeta, que siendo falsable fue confirmada por Galle cuando descubrió Neptuno. “La hipótesis matemática [basada en las leyes newtonianas de la gravitación] de la existencia de un planeta desconocido como explicación de las desviaciones orbitales registradas fue confirmada empíricamente algunos años después de formulada la hipótesis” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 66). Como se puede apreciar, la suposición de Le Verrier era falsable y pudo ser confirmada. Si en lugar de especular Le Verrier sobre la existencia de un planeta desconocido como fuente de las desviaciones orbitales de Urano, hubiera propuesto la existencia de ángeles o arcontes como motor de ese movimiento su hipótesis no hubiera podido ser falsable por carecer de referente real intersubjetivamente observable. Hubiera sido una hipótesis irracional y anticientífica. Asimismo, la doctrina de la falsabilidad popperiana obedece a los principios científicos del método-hipotético deductivo. El método hipotético-deductivo reside la validez de la ciencia, y se puede fundamentar como sigue (teniendo presentes los aportes del falsacionismo): de una hipótesis se deducen lógicamente predicciones, que se confrontan con la experiencia para contrastar rigurosamente la hipótesis. Si las predicciones concuerdan con los resultados de la experiencia quedan verificadas, y la hipótesis queda provisionalmente corroborada; pero si la decisión es negativa, la teoría de la que se han deducido queda falsada (rechazada), aunque también provisionalmente. Pero eso no implica que entre falsación y verificación haya una relación simétrica, al contrario, pues según Popper no es cuestión de verificacionismo sino de falsacionismo. Es decir, una observación puede falsar una hipótesis, pero no puede verificarla. La verificación es un proceso que requeriría un número infinito de observaciones empíricas, prácticamente inasumible para el hombre contemporáneo. Por ello, “si una teoría concuerda con los hechos la teoría puede todavía ser falsa (sus predicciones pueden ser explicadas por otras hipótesis alternativas), lo más que podemos esperar es su plausibilidad provisional - corroboración en términos popperianos-; si, por el contrario, no hay acuerdo, la teoría es necesariamente falsa” (Banegas, 2000: 329). Aquí radica el nervio del falsacionismo popperiano.


Un elemento seminal a tener en cuenta es que falsabilidad no implica abandono de las teorías falsadas. Esto será sustancial en la medida en que explica la causa en virtud de la cual diversas concepciones metafísico-religiosas del mundo, aún habiendo sidos falsadas por no ser falsables, disfrutan de vigencia en todo su ardor. Es decir, que aunque “ser falsable (lo que implica identificabilidad intersubjetiva) es el criterio decisivo para la pertinencia de un enunciado en términos de cognoscibilidad real” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 67), no es consecuencia lógica de ello que ciertos enunciados metafísicos o teológicos, los cuales recaen “sobre objetos cuya existencia empírica no puede mostrarse mediante criterios intersubjetivamente constrastables sugún las exigencias de la falsabilidad” (Ibid.) – como la creencia en la existencia de Dios, en el alma inmortal, etc. –, sean abandonados, y nuestra experiencia ordinaria se hace partícipe de la confirmación de este aserto. “La hipótesis de un dios [entiéndase por ello también "alma", "ánima", "entidad trascendental"] como primera causa eficiente, eterna, universal, omnipotente, omnisciente, suprema en grandeza y bondad, es un enunciado metafísico-religioso sin ninguna virtualidad cognitiva” (Gonzalo Puente Ojea 2001: 67-68); es decir, sin ningún elemento que pueda satisfacer el requisito de falsabilidad, por lo que se nos manifiesta como no-científica, o expresamente falsa. Y “en la historia de la filosofía hay un momento a partir del cual la metafísica quedó deslegitimada en cuanto conocimiento objetivo, y ese momento tiene un nombre propio, el de I. Kant” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 68).


A pesar de todo, Puente Ojea dirige algunas críticas a Popper. No se fundan estas explícitamente en la dubitabilidad del falsacionismo como método de demarcación, sino en ciertas consecuencias que Popper extrae de él. En efecto, a juicio de Puente Ojea, el austriaco ha relegado o eludido una cuestión fundamental que surgiría del debate sobre la falsabilidad: la cuestión del significado. Según el ex embajador, la sustancialidad de esta noción se debe fundamentalmente a que remite al debate sobre los referentes, y la reticencia a examinar estas cuestiones por parte de Popper ejerce una función perjudicial en la distinción entre verificación y falsación, sumamente necesaria. Para Popper, lo no-falsable y lo no-verificable no son objeto de consideración científica pero ello no los excluye de tener significado. Puente Ojea afirmará que esta tesis es errónea en lo que concierne a lo infalsable, pues desvirtúa la relación verificación-falsación, debido a que la verificabilidad no es un criterio que deba ser aceptado para establecer la verdad científica. Aún así, eso no imposibilita que lo verificable pueda tener significado, como afirma Popper, porque lo verificable (aunque no sea comprobado) pertenece por definición al terreno de los elementos intersubjetivamente observables, son positivos, y eso les proporciona significado, aunque puedan ser falsos. “La falsabilidad, no solo constituye una exigencia indispensable para que un concepto o enunciado tenga pertinencia científica, sino que además lo infalsable carece de significado, pues no es susceptible de observabilidad –es invisible, en rigor– ni de experimentación y testabilidad. Pero es, por añadidura, inidentificable, toda vez que no pertenece al campo de lo realmente identificable, lo cual lo destierra al ámbito de la especulación metafísica” (Gonzalo Puente Ojea, 2000: 7). La insistencia en la necesidad de tener en cuenta el criterio de la intersubejtividad para poder tener pertinencia científica un enunciado, queda justificada si se es capaz de apreciar cómo cuando un enunciado cuyo referente o elemento a demostrar carece de intersubjetividad ese enunciado no obedece más que a una especulación de la conciencia subjetiva –vinculada con ciertos tipos de experiencias o vivencias– que no es, por definición, objeto de evidencia, de testabilidad o de experimentación. La intersubjetividad se vincula, además, con la crítica que proyecta Puente Ojea sobre Quine, advirtiéndonos sobre el hecho de que la afirmación de Quine según la cual es perfectamente asumible por el vocabulario científico términos (expresiones) que no pueden ser deducidos directamente de la observación experiencial, es una afirmación antiempirista en la medida en que no comprende que un enunciado científico para tener la cualidad de tal debe remitir a un hecho observable. Algo inobservable, intersubjetivamente no contrastable –no reproducible por más de un individuo– no tiene referente objetivo, por lo que sus arrogaciones científicas están vacías. Tal es, por derivación, el caso de la religión.


El positivismo extremo polemiza con este requisito de la falsabilidad. El positivismo extremo enfatiza que para que un enunciado metafísico-religioso no sea veritativo tiene que carecer de significado. Sin embargo, sigue siendo más fiable el criterio que afirma que la existencia empírica de los objetos de las concepciones metafísicas-religiosas no puede mostrarse –no son veritativos– dado que no resisten el filtro de los métodos para contrastar su intersubjetividad, según las exigencias de la falsabilidad. Por consiguiente, un cierto enunciado no refutable puede tener significado, el significado que le sea otorgado por las normas del lenguaje en el que se desenvuelva dicho enunciado, pero eso no significa que sus referentes pertenezcan al orden de lo real, pues no son intersubjetivamente testables. Es decir, tienen significado sus referentes, pero en ningún caso son reales. Para el positivismo extremo, para no ser reales deberían de carecer de significado. “Un enunciado no falsable puede tener el significado gramatical que le asignen las reglas establecidas dentro de un lenguaje determinado (por ejemplo, un lenguaje metafísico o religioso), pero este significado no garantiza realidad factual de sus referentes” (Gonzalo Puente Ojea, [1997] 2001: 67). A diferencia, por tanto, de lo que nos afirmaría el Círculo de Viena, la falsedad de las cuestiones relativas a disciplinas concretas, como la teología o ciertas metafísicas, no está determinada por un error lingüístico. Lo que acredita su nulidad, al contrario, es que sus referentes no tienen una objetividad, no son reales, más allá de la especulación psicológica. Otro punto en desacuerdo sería la cuestión del método, pues mientras que para el Círculo de Viena predomina la inducción, el método de la falsabilidad es eminentemente hipotético-deductivo. Pero en honor a la verdad hemos de decir que la disputa nace, eminentemente, de una dispar apreciación de un mismo hecho: la carencia de significado de las doctrina metafísico-religiosas, pues para los positivistas lógicos dicha falta se funda en un error lingüístico, mientras que para nosotros y para Puente Ojea la discusión se traslada a un elemento esencial: son infundados precisamente porque no son experienciales y su intersubjetividad permanece en todo momento ausente.



II. 2. Las concepciones metafísico-religiosas ante la ciencia


Como se ha pretendido mostrar, el criterio de demarcación enunciado por Popper desarticula los esquemas de las concepciones metafísico-religiosas que pretenden vestir sus doctrinas con la toga de la ciencia. Mas, no es solo por su infalsabilidad por lo que estas doctrinas representan una falsedad, un engaño primitivo, son también credos retardatarios que contradicen los principios elementales de las más certera investigación científica. Y es también, por tanto, en este ámbito donde hay que librar la contienda, demostrando su nulidad no solo como preceptos infalsables sino también como principios lindantes con la irracionalidad que representan el límite de la razón. Ello es aún más imperioso si se es capaz de apreciar cómo, en realidad, aunque tales doctrinas no sean falsables, sus evangelios gozan de un reclamo superlativo. El esquema mítico y finalista en el que se comprenden es sugerente y atractivo, pero con usual frecuencia el grado de veracidad de una doctrina exhibe una proporción inversa al grado con el que la masa de crédulos es persuadida hacia ella. En este contexto, resulta perentorio e ilusyrativo el examen acerca del sentido del Universo, pues “se lee y se oye decir hasta la saciedad que solamente un discurso "religioso" puede otorgar sentido al mundo” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 57). El hecho de este tipo de discurso metafísico y religioso garantice el conocimiento del sentido del universo, es una proposición sugestiva con capacidad atractiva para una gran masa de individuos en cualquier parte de la Tierra. Sin embargo, este mismo enunciado ya obra conforme a una arbitrariedad, a saber: que el universo es un ente real, y no un mero término nominal que puede ser utilizado por los seres con lenguaje para ordenar la totalidad de los objetos y sujetos que existen en la realidad, por tanto, no es una abstracción sino que “posee un referente empírico objetivo y concreto” (Ibid.). La posición racionalmente sana sería la advertencia de que “las cosas no tienen per se un sentido, además de su mera existencia. Las cosas son lo que hay, sin más” (Ibid.). El axioma que se extrae de ello, pues, es manifiesto: los entes reales existentes en el mundo solo pueden tener un sentido en la medida en que se proyectan sobre ellos esquemas finalistas que pertenecen a acciones concretas de la conducta del hombre. “Es el ser humano quien otorga sentidos a las cosas en virtud de su acción teleológica. Las cosas, por sí mismas, pueden desempeñar funciones pero no poseen sentidos” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 58). Se contempla en el hecho aquí expuesto las disparidades que asolan la relación de las concepciones metafísico-religiosas y de las que se encuadran en el marco de la razón científica, pues aquellas faltan abiertamente a uno de los principios fundamentales de la ciencia, a saber: la totalidad de los entes, que son energía-materia, no poseen consciencia, por lo que no se pueden revestir así mismos de sentido. De esta forma, sentencia Puente Ojea: “El proceso cósmico es resultado de la combinación inmanente de la necesidad – principio de invariancia – y el azar – principio de teleonomía, selectivo de las mutaciones en el curso de la evolución autorreglada –“ (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 61). Así, lo que se dibuja palmariamente en estas líneas paradigmáticas es que lo realmente existente es la dinámica evolutiva de la energía-materia. “La materia y la evolución son el fundamento de toda explicación realista y objetiva de la especie humana y de sus productos” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 310). Por consiguiente, “hablar del sentido del universo es un error sintáctico y semántico en el contexto de la realidad empírica, pues es un lenguaje que emplea términos que no denotan objetos de experiencia y que descansan sobre el ser trascendental sub specie Dei” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 61). El aserto de que una entidad trascendental tiene como virtud primera la existencia y la donación de sentido al universo es un axioma teleológico – y teológico – que no posee ningún grado de validez cognitiva para la ciencia. Del mismo modo, la omnipotencia que ejercen estos mandamientos de orden metafísico-religioso en cuanto a la dominación de la conciencia nos debería de llevar, asimismo, a no aceptar hechos que no exhiben los suficientes respaldos científicos para ser confirmados como falsables.


Como se puede observar en el desarrollo de estas proposiciones, que gravitan en torno a los problemas nucleares de la filosofía de la ciencia, la conclusión que se extrae de ello es la siguiente: a decir verdad, lo que se nos presenta al entendimiento es la oposición que surge entre dos concepciones de la realidad, una científica y otra no-científica (o metafísico-religiosa), y que vienen a confluir en la conocida polémica sobre la antinomia monismo-dualismo. Como afirma Puente Ojea, fue C. Wolff, en su Psychologia rationalis, el primero en utilizar el término "monista", haciendo referencia a aquellos postulados que no aceptaban más que por realidad una sola sustancia; bien la materia, bien el espíritu. No obstante, hemos rechazado como falsas – por no ser falsables – las concepciones espiritualistas, por lo que, como consecuencia de ello, el monismo que nos interesará analizar no es el espiritualista sino el monismo materialista. Según el monismo materialista, “la sola realidad o especie de sustancia no puede decirse a la vez que posea dos clases de propiedades: unas materiales y otras espirituales” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 306). Este monismo, por tanto, “se identifica, en términos físicos y cosmológicos, con la descubierta unidad ontogenética del universo” (Ibid.). Este último monismo es objetivista y se aproxima a las definiciones de la Física. Todo monismo, además, es una tendencia a reducir cualquier realidad a la que se piensa como única verdadera, pues o bien no existe otra, o bien es solo mera apariencia de otra realidad. “Su vocación – dirá Puente Ojea –, en el contexto del dinamismo energético-material, tal como se expresa en la fórmula de Einstein (E=mc²), por ejemplo, es el reduccionismo en su varia connotación: reduccionismo ontológico, o epistemológico, o teorético, o matemático” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 307). De esta forma, resulta evidente que el monismo materialista “definido como dialéctica energía-materia” (Ibid.) no puede ser más que un reduccionismo ontológico. El monismo, por lo tanto, es la expresión científica a la que se debe enfrentar el dualismo, como representación empírica y falsable de la realidad. El monismo materialista declara manifiestamente su concordancia con lo que proponemos como el axioma fundamental de la ciencia, a saber: lo único que existe es la energía-materia y toda complejidad deriva de su movimiento. En la medida en que el dualismo de corte metafísico-religioso sostiene la antinomia de nuestro enunciado no puede más que ser degradado a la condición de límite de la razón. El monismo materialista encuentra acogida en la tradición marxista. A este respecto, destacadas son las aportaciones de Lenin sobre la cuestión. Lenin (Materialismo y empiriocriticismo) presenta un materialismo de tinte eminentemente monista cuando se adhiere a la asunción científica según la cual lo único realmente existente es la materia en movimiento, cuya principal propiedad es existir fuera de nuestra conciencia. El dualismo, sin embargo, supone la existencia de dos realidades no reductibles entre sí, sosteniendo la disyunción espíritu-materia. Esta antinomia que propone el dualismo, donde por un lado existe el mundo material, pero por otro – y más sublime que el anterior – el mundo espiritual, se puede llegar a dilucidar mejor si proponemos la sustitución de términos (en referencia al animismo), refieriéndonos a esa dualidad como "alma-cuerpo", y observamos como la equivalencia es total. La realidad escindida del dualismo en espíritu-materia es una emanación de la tergiversación original alma-cuerpo. Esta es la dicotomía elemental en la que se fundamentan todas las concepciones metafísico-religiosas de la realidad, lo cual no solo, como consecuencia de ello, declaran su acientificidad, sino también su falsedad. Estas dicotomías dualistas, o estas falsas antinomias, ocultan el verdadero orden de la naturaleza que, como hemos sostenido ya, se enuncia aseverando que la única y universal realidad es la energía-materia física. De aquí, hace partir Puente Ojea tres principios, que complementan el expuesto por nosotros y tenido como elemental y primero: dos principios ontológicos y uno epistemológico. En cuanto a la ontología, sostiene Puente Ojea que: 1)- “Solamente existen estados y procesos de la energía física [que diversificándose en niveles de complejidad] generan en el sujeto humano cognoscente estados mentales idénticos a procesos neurofisiológicos de simbolización de los correspondientes estados de la energía en cuanto referentes reales suministrados por los datos de la observación empírica intersubjetiva” (Gonzalo Puente Ojea, 2009: 66). Es decir, son los estados y procesos de la energía y la materia física los que en la neurofisiología del hombre generan estados mentales que son capaces de simbolizar esos estados de energía en la medida en que son, efectivamente, reales e intersubjetivos. El hombre naturalmente no es, por tanto, más que la naturaleza que se reconoce a sí misma en una conciencia. Los estados mentales y la conciencia son procesos físico-químicos. 2)- “Los llamados estados mentales […] poseen solamente la realidad actual del hecho de su identidad existencial con los estados cerebrales formalizados únicamente en el sistema nervioso central (SNC), y pueden reputarse como referentes verdaderos, física e informacionalmente, si funcionan de modo satisfactorio en términos a la vez de lógica y de experiencia empírica intersubjetiva en el mundo” (Ibid.). O lo que es los mismo: los estados mentales son estados cerebrales formalizados en el SNC, que serán verdaderos en la medida en que funcionen satisfactoriamente en términos lógicos y de experiencia intersubjetiva. Por otro lado, el principio epistemológico se enuncia como sigue: 3)- “El universo o naturaleza es todo lo que existe y nada más que lo que existe, y todo lo que puede conocerse y explicarse tiene que explicarse por referencia a lo que hay en el universo” (Ibid.). Esto es: nada hay que trascienda la pura materialidad de la naturaleza; naturaleza contenida en cada entidad, por diminuta que esta se aparezca. De ello se sigue que todo lo que existe en el Universo, como ente comandado por las mismas leyes que gobiernan la materia, puede ser conocido y explicado.


Con vistas a todo ello, toda expresión de dualismo en los términos en que contradigan u oscurezcan estos principios de la ciencia debe ser censurada como muestra de un sano ejercicio de racionalidad y compromiso con el progreso del hombre; incluso su expresión más sutil, la dualidad mente-cerebro, es un extravío de la ciencia y una lesión de la razón. Toda dualidad metafísica carece de referentes que puedan demostrarse reales a través de métodos empíricos, y los resortes de la razón no pueden funcionar más que siguiendo este camino. Lo que no es objeto de la experiencia intersubjetiva no puede ser racional, dado que si se tratara como tal se correría el costoso riesgo de proporcionar validez científica a enunciados que bien pueden provenir de experiencias inducidas como producto de alguna psicopatología o de una deficiencia en el orden natural de las funciones cerebrales. Toda conciencia, toda mente, es decir, toda supuesto elemento espiritual o no material, tiene esencialmente una explicación orgánica, cuyo estudio compete a la ciencia y no a la especulación teológica. A este respecto, Puente Ojea explica como, con referencia a las experiencias en las cuales los sujetos se entienden entrando en un estado de identificación con el Todo o con una divinidad de orden transmundano, existe una parte del cerebro, área asociativa específica de orientación (OAA), cuya función es distinguir entre el individuo mismo y los objetos, pero que cuando esa zona se ha visto erosionada por algún daño, se lesiona también la facultad de identificar sus propios cuerpos del resto de los objetos, de este modo se explica como “durante la meditación y la oración, cuando los monjes y monjas creen sentirse unidos al universo o en presencia de un espíritu universal, se reduce la actividad de la OAA, y sus yoes se vuelven indistinguibles de sus no-yoes” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 338). De igual forma, la relación entre las experiencias místicas y la epilepsia son manifiestas: “la sintomatología del síndrome interictal epiléptico del lóbulo temporal derecho incluye la numinosidad, la sensación holística, la hiperrreligiosidad, las conversiones repentinas, las experiencias místicas, las especulaciones cosmológicas, la pasividad, y el desvalimiento cósmico, entre otros síntomas. Las estructuras que provocan ataques epilépticos podrían ser mesolímbicas y corticales internas del citado lóbulo”(Gonzalo Puente Ojea, 2002: 340). Todo ellos son fenómenos que inducen a una visión dualista del mundo y al mismo tiempo desacreditan su veracidad. Por ello, se explica que exista toda una legión de santos y padres de la Iglesia, así como personajes históricos de primera línea, que manifiesten episodios de epilepsia y que, dada su ignorancia, declaren haber entrado en un mundo espiritual profundo.


Como se ha pretendido mostrar, el ideal de progreso del hombre no emana sino de la ciencia, de su doctrina y de su método; y las concepciones metafísico-religiosas no hacen más que entrar en comunión con las fuerzas que retardan o anulan este desarrollo científico. La solución efectiva tiene que partir necesariamente de la aplicación de la razón heredada de la Ilustración en los siglos XVIII y XIX, poniéndola al servicio de los avances de la ciencia. Sin embargo, la concepción dualista aún hoy “impide que la ciencia rasgue el velo oscurantista y supere la superstición que impide la realización de un gran proyecto ético fundado en una racionalidad integradora de toda la complejidad del ser humano, restaurando su unidad natural” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 329). El desconocimiento de la ciencia, y la ignorancia declarada de su situación actual, no solo debe ser un criterio en favor del desprecio de aquellas doctrinas que pretendan personarse en el foro público como explicaciones irracionales de la realidad, sino que también, como sostiene Puente Ojea, debemos de decidirnos a no considerar gente culta a aquellas que “no sólo desconocen la metodología científica y un cierto nivel de lenguaje matemático, sino que ni siquiera se han procurado la indispensable información que ofrecen cualificadas obras de alta divulgación de la nueva imagen del mundo y el ser humano”(Gonzalo Puente Ojea, 2002: 302). La información y la instrucción solo pueden provenir del asentamiento racional de la idea de que la actual investigación científica de la naturaleza no concibe como posibilidad real la existencia de una dualidad alma-cuerpo, espíritu-materia. Las pretensiones de veracidad de estos enunciados no satisfacen la investigación científica y sirven al interés de la dominación, en la que pretenden asentar la conciencia humana, y cuya paternidad no la ostentan solo las concepciones metafísico-religiosas, sino que son además –con vigorosa certeza– sus procuradoras. La sentencia es clara en favor de las concepciones científicas del universo, en el preciso instante en que “el patrimonio científico de que hoy disponemos –la física de partículas, la química, la biología molecular, la astronomía, etcétera– desconoce el dualismo espíritu-materia, tanto en el plano ontológico como en el epistemológico. La consolidación del evolucionismo darwinista mediante las contribuciones decisivas de la paleontología, la genética y la embriología, sumado al impresionante acerbo de conocimientos acumulados en los últimos treinta años en el campo de las neurociencias, han condenado a toda forma de antropología dualista [...] a los anales del museo. La estructuración unitaria de las relaciones mente-cerebro es la gran meta científica de estos años [...], cuyo signo materialista es manifiesto” (Gonzalo Puente Ojea, 2002: 110).


En consecuencia, la predisposición del hombre en determinados estadios de la historia de la cultura a aceptar como principio rector del orden de cosas –donde queda incluido de forma natural el hombre en su complejidad– un alma inmaterial que representa la segunda naturaleza, aunque la primera en relevancia, de ese supuesto gran organismo dual que es el hombre y el cosmos; la predisposición, por tanto, a aceptar tal predicado es la gran charnela que ha articulado (y obstaculizado) toda la historia de la filosofía y la ciencia tanto occidental como oriental, desde los primeros tiempos del homo sapiens. La filosofía antigua de los griegos, exceptuando ciertos elementos materialistas presocráticos –y quizás también aristotélicos–, fue en gran medida la proyección de una alargada sombra platónico-aristotélica que vehiculó todas las reflexiones teológicas del Medioevo. Habrá que esperar hasta la Ilustración para que se solidifiquen las concepciones abiertamente materialistas y científicas, cuya prehistoria es el Renacimiento. La Ilustración, con los posteriores desarrollos científicos de los siglos XIX, XX y XXI, estratificaron en la conciencia europea una nueva forma de comprensión de la realidad, basada en el método científico y el análisis empírico de la realidad, lo que permitió por primera vez al hombre llegar a un conocimiento cierto, aunque aún joven, de la naturaleza y sus constituyentes elementales –que fue, a todas luces, el estímulo del incuantificable progreso de las sociedades europeas de los siglos XIX y XX–. Por todo ello se comprende que aseveremos que la cláusula ex oriente lux o ex oriente lumen es manifiestamente falsa, en la medida en que las ciencias y el desarrollo de la filosofía materialista son una consecuencia lógica de la Ilustración europea del siglo XVIII, y tiene que ser a Europa, en la culminación de su proyecto ilustrado, a quien se le tiene que atribuir la comandancia en el ejercicio racional y científico de comprensión de la naturaleza y lucha contra las concepciones metafísico-religiosas deudoras de una ilusión primitiva.



Bibliografía

- Puente Ojea, G. (2002). Opus Minor. Madrid: Siglo XXI.

- Puente Ojea, G. (2001). Ateísmo y Religiosidad. Madrid: Siglo XXI.

- Puente Ojea, G. (2000). El mito del alma. Madrid: Siglo XXI.

- Puente Ojea, G. (2009). La religión ¡vaya timo! Pamplona: Laetolli.

- Banegas, J. R., Rodríguez Artalejo, F. y Rey Calero, J. (2000). Popper y el problema de la inducción en epidemiología. Rev. Esp. Salud Pública, 74 (4), 327-339.


[1] Sobre el autor: José David Solís Vázquez cursa estudios de Filosofía en la Universidad de Sevilla.

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