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7.8- Cuando la sofística se impone en el lenguaje político

por Daniel A. Musagüi


Resumen: Se exponen aquí diversas cuestiones en torno a la constitución y la utilización del lenguaje (en concreto, de la lengua española) en los discursos políticos e ideológicos con el objetivo de confundir y engañar a los ciudadanos y de camuflar planes políticos con palabras tuertas.

Palabras clave: lenguaje, gramática, sofística, lingüística, falacia.




I. Introducción.


Como bien ya indicaba José Stalin en sus comentarios sobre lingüística (1), el lenguaje humano no es algo propio de una determinada clase social, sino que es un instrumento a disposición de toda la sociedad que sirve para la designación de cosas y la comunicación de ideas en las relaciones humanas, y que se ha ido componiendo a lo largo de múltiples generaciones humanas en el tiempo.


Esta definición del lenguaje como instrumento —que ya podemos encontrar en Platón (2), cuando hablaba del lenguaje como órganon, «instrumento», «herramienta» se puede comprobar muy bien en la siguiente comparación que hace precisamente Stalin:

«[...] En efecto, entre la lengua y los instrumentos de producción hay cierta analogía: los instrumentos de producción, lo mismo que la lengua, manifiestan cierta indiferencia hacia las clases y pueden servir por igual a las diversas clases de la sociedad, tanto a las viejas como a las nuevas. [...] Pero en cambio, entre la lengua y los instrumentos de producción hay una diferencia esencial. Esa diferencia consiste en que los instrumentos de producción producen bienes materiales, mientras que la lengua no produce nada o sólo «produce» palabras. [...] No es difícil comprender que si la lengua pudiera producir bienes materiales, los charlatanes serían los hombres más ricos de la tierra.»

En efecto, el lenguaje no produce bienes materiales, por lo que no podría considerarse un «instrumento de producción»; sería acaso más bien un «instrumento de razonamiento», que efectua palabras, es decir, argumentos y discursos; el lenguaje es inseparable del pensamiento, y viceversa. Así lo expresaban C. Marx y F. Engels: «El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real [...]» (3). Sin embargo, al considerar el lenguaje como un instrumento, esto conlleva entender que dicho instrumento se puede utilizar y aplicar de diferentes modos y puede servir a diversas clases sociales, igual que los medios de producción. El lenguaje no es neutro, pasivo, ni impoluto; no existe acaso una forma pura y lisa de lenguaje. Tiene diferentes usos y aplicaciones, y todos ellos dependen de los propósitos que tengan los hablantes en su contexto.


De nuevo, nos lo explica magistralmente Stalin en los artículos citados:

«Ya hemos dicho que la lengua […] manifiesta en este sentido cierta indiferencia hacia las clases. Pero los hombres, los diversos grupos sociales y las clases distan mucho de ser indiferentes hacia la lengua. Se esfuerzan por utilizarla en interés propio, imponerle su léxico particular, sus términos particulares, sus expresiones particulares. En este sentido se distinguen especialmente las capas superiores de las clases poseedoras —la alta aristocracia y las capas superiores de la burguesía—, que están divorciadas del pueblo y lo odian. Se crean dialectos y jergas «de clase» [...]. Poseen un fárrago de vocablos específicos […]; poseen cierto número de expresiones y giros que se distinguen por su rebuscamiento y galantería [...]; poseen, por último, cierto número de palabras extranjeras.»

Lo que se puede colegir de este ejemplo es que el lenguaje como instrumento tiene unas características internas, comunes a todos los hablantes; pero luego los hablantes pueden aplicar dicho instrumento de diferentes maneras, según sus intereses personales, sociales, profesionales, etcétera. Esto se ha dado en todas las épocas históricas y obviamente la nuestra no es ninguna excepción. Constantemente podemos apreciar en los discursos políticos, ideológicos o informativos un empleo particular, rebuscado, a veces incluso distorsionado del lenguaje, con el objetivo de convencer, de distraer, de engañar, o de complacer, según se mire; y esto es posible gracias a que el lenguaje es la aplicación «práctica» y «real» del pensamiento, el lenguaje es un instrumento de razonamiento que permite el intercambio de ideas, y por tanto se puede manipular para “influir” en las ideas de otros.


Sin embargo, por mucho que se retuerza o se distorsione el lenguaje, éste siempre está sujeto a unas reglas objetivas y lógicas que brotan de la realidad: el lenguaje no es sólo comunicación, sino también designación, reconstruye y reproduce las cosas reales. Es la realidad la que determina el lenguaje, y no al revés; cambiando las palabras no se puede cambiar la realidad misma a la que se refieren. Las palabras son términos que designan objetos o conceptos, y muchas veces los términos se manipulan o se deforman para dar a entender conceptos vagos o ambiguos, pero con ello no se logran manipular o deformar la “realidad”, sino en todo caso el discurso ideológico imperante. El autor Pedro Insua daba un buen ejemplo de esto en una columna sobre las definiciones del DRAE (4).



II. Gramática y sofística.


Para tratar de discernir estos asuntos con mayor rigor, recurriremos fundamentalmente a la semiología, que es el estudio de las significaciones y las representaciones del lenguaje, y más concretamente a la distinción entre dos de sus disciplinas: la gramática y la sofística. Evidentemente intentaremos abordar tales cuestiones de manera simplificada, dirigidas a un público corriente; se puede encontrar una elaboración más profunda del asunto en este artículo (5) de Pedro Espejo-Saavedra.


Por un lado, la gramática es la disciplina que estudia las reglas, los principios, y las estructuras del lenguaje, los cuales se definen por el sistema lógico de los diversos idiomas. Esas reglas pueden recogerse e instituirse mediante unas normas escolares y académicas; y pueden adecuarse según las expresiones aceptadas por los hablantes, en función de factores como la pertinencia del contexto, la conformidad con un registro, la situación comunicativa, etc. En pocas palabras, la gramática estudia la configuración y el funcionamiento del lenguaje como instrumento. Hay que advertir que la gramática no se reduce sólo a lingüística, esto es, a signos formales que componen oraciones y estructuras; sino que también tiene un contenido material, lógico, institucional, que ha ido elaborándose a través de la historia y de las diversas generaciones en la sociedad, en respuesta a unas necesidades reales. La gramática de un idioma puede ser compleja, difícil, incluso irregular en muchos aspectos; pero nunca es gratuita, no se da por capricho o por antojo.


Por otro lado, la sofística es la disciplina que estudia los hábitos, los usos, y los procedimientos del lenguaje para la consecución de un propósito, como por ejemplo: informar, discutir, engañar, comedirse, prometer, consolar, hacer gracia, etc. Supone el empleo de figuras retóricas, registros especiales, y ciertos argumentos para tratar de conseguir algo. La cortesía, la promesa, el sarcasmo, la mentira, o la falacia son fenómenos del lenguaje propios de la sofística, que la gramática no puede “explicar”. En este sentido, la sofística estudia las aplicaciones del lenguaje como instrumento, y evidentemente también se conforma históricamente, según unas convenciones y arbitrios sociales.


Para comprobar el alcance de la sofística, pondremos un ejemplo. Supongamos que alguien le dice a otro: «¿Puedes cerrar la puerta?». Evidentemente, el que pregunta no pretende averiguar la capacidad del otro para cerrar puertas, sino que quiere que cierre una puerta abierta; pero en vez de darle una orden directa pero más sincera, «¡Cierra la puerta!», le pregunta primero si puede hacerlo por amabilidad, para no parecer rudo, por consideración hacia el otro. Y evidentemente se espera que el otro deduzca que ha de cerrar la puerta, porque si no, ¿para qué iba a preguntársele eso? Esta lógica conversacional, implícita, no se puede explicar por la gramática, sino por la sofística. Desde la gramática, sabemos que un enunciado interrogativo sirve para preguntar al interlocutor sobre alguna cosa, pero en este caso no era tal el verdadero propósito de la pregunta, sino que había una intención “oculta”, un uso particular y especial; la sofística se ha impuesto a la gramática por mor de la afinidad conversacional, en este caso para pedir algo con amabilidad y consideración.


Esto nos lleva a una cuestión interesante: ¿existen acaso enunciados enteramente objetivos, puramente gramaticales, sin ningún contenido sofístico? En principio, no; el lenguaje nunca es desinteresado, gratuito, o sin sentido. Cuando alguien dice «Quiero beber agua», en principio está afirmando un hecho concreto, pero según el contexto este enunciado puede tener diversos propósitos, p.e. que un oyente le dé agua. El problema que aquí nos atañe es cuando la sofística se impone a la realidad, es decir, cuando la propia constitución del lenguaje se modifica, se tuerce, y se gira para que sirva a un propósito concreto. Esto es algo habitual en el lenguaje, es parte de su esencia.


Para que se comprenda mejor la diferencia, podemos comparar el lenguaje con un edificio. La gramática sería la estructura, la armazón, la montura del edificio; en cambio, la sofística sería el buen uso y la función del edificio: la comodidad, la habitabilidad, el equipamiento, etc. En ocasiones, los albañiles y arquitectos han de alterar la estructura de un edificio para dotarle de una nueva función; p.e. derribar una pared, ampliar una sala, etc. Algo similar ocurre con el lenguaje: en ocasiones sus estructuras y sus enunciados se alteran para que rinda mejor en una situación concreta. El lenguaje es un instrumento de multiuso, y a veces hay que doblarlo o torcerlo de un modo peculiar para que pueda usarse para otra cosa, como cuando se usa un cuchillo para abrir una lata o para ajustar un tornillo, a falta de un utensilio mejor.



III. La impostura sofística.


Como ya hemos señalado antes, en muchas ocasiones la sofística modifica la constitución misma de un lenguaje para cumplir un propósito: altera el significado de ciertos términos, distorsiona el uso de ciertas expresiones, y en definitiva compone jergas peculiares. Esto es algo habitual en el procedimiento del lenguaje y se da en muchos ámbitos. Sin embargo, eso no significa que siempre sea algo positivo o beneficioso en general, sino que a veces los hombres utilizan el lenguaje a su favor para engañar, persuadir, seducir o embaucar a otros. Es lo que podríamos llamar impostura sofística.


Recordemos que los primeros que estudiaron la sofística fueron los antiguos griegos, que la consideraban como la aplicación de argumentos falsos (sofismas) en los debates y las demostraciones. Asimismo, se conocía como sofista (algo así como «sabiondo») a un embaucador, un charlatán, y posteriormente a un movimiento filosófico que consideraba que la verdad era siempre relativa y que los discursos sólo servían para persuadir o convencer. Este origen de la sofística no debería sorprendernos, ya que la historiografía nos enseña que siempre se hace algo o se estudia algo por necesidad: la retórica comenzó a estudiarse como una técnica oratoria para hablar en juicios y en asambleas, y la gramática asimismo empezó a tratarse al surgir el problema de la traducción entre diversas lenguas (arameo, griego, latín...). Nadie se puso a considerar estas cuestiones por aburrimiento o por una conciencia superior. Y por ello la sofística se tuvo en cuenta cuando se vio que había oradores y educadores que vivían “de la palabra”, es decir, que se dedicaban a usar el lenguaje para conseguir beneficios personales y réditos políticos, a costa de manipular discursos y argumentos de manera que pareciera ante otros que ellos tenían la razón. El sofista Protágoras definía la sofística como el arte de «convertir los argumentos más débiles en sólidos y fuertes».


Sin detenernos ahora en ulteriores disquisiciones históricas, ¿cómo se refleja esto en el presente? Como ya hemos visto, las imposturas sofísticas se dan en todos los niveles del lenguaje, y en ocasiones son algo aceptable o adecuado, como en el ejemplo que pusimos de pedir algo haciendo una pregunta en vez de una orden directa. El problema resulta cuando la sofística se traslada al terreno del lenguaje político e ideológico, y se manipula el lenguaje en favor de un discurso favorable a las clases dominantes de la sociedad. Éste es un caso más concreto e importante de sofística, y es precisamente el que nos incumbe en este artículo. Actualmente la política española y sus debates se encuentran en un nivel bastante decadente debido al perjuicio de los sofistas y los demagogos, que usan discursos banales y oportunistas para conquistar al electorado. Evidentemente, esto no sólo se padece en España, sino en todas las sociedades políticas avanzadas.


Es algo claro y notorio que el lenguaje político suele estar lleno de metáforas, como excelentemente recoge F. José Sánchez en este artículo (6). Este tipo de metáforas siempre se han usado y algunas de ellas no son necesariamente negativas u oscuras, sino a veces iluminadoras, como cuando se compara la política con una batalla («luchar contra el paro») o el gobierno con un barco (gobernar en origen significaba pilotar un barco). Así pues, no han de confundirse estas metáforas con los sofismas, que son los argumentos falsos, la distorsión del lenguaje con fines retóricos o persuasivos.


Asimismo, también es evidente que la política no se reduce a discursos y argumentaciones, sino que consiste sobre todo en proyectos, instituciones, estrategias, negociaciones, etc. en torno a la organización de una sociedad establecida históricamente. Sin embargo, en muchas ocasiones las imposturas sofísticas de un lenguaje particularmente retorcido ocultan o confunden estos proyectos (o la carencia de ellos). Si el lenguaje es el instrumento del pensamiento que permite el intercambio y la comunicación de ideas, en ocasiones basta con retocar el lenguaje para dar a entender ideas viciadas, oscuras, o confusas, con la intención de engañar a la clase trabajadora con debates estériles o con cuestiones futiles mientras ocultan los problemas realmente importantes. En buena medida, la política se nos presenta muchas veces como un espectáculo demagógico lleno de discursos falaces.


En este sentido nos encontramos con el ámbito de las falacias. Una falacia es un razonamiento que parece justo o válido pero en verdad es falso. Ahora bien, hay dos tipos de falacias. Por un lado están los paralogismos, que se cometen por error del dialogante, sin una voluntad de engaño, como fruto de la ignorancia, de la confusión, o de la ambigüedad. Por otro lado están los sofismas, que son argumentos falsos que se usan con mala intención, con el propósito de aparentar tener la razón. Son claramente este último tipo el que nos interesa aquí.



IV. Manipulación del lenguaje.


No vamos a dar cuenta aquí de todos los tipos de falacias y sofismas que existen. Se pueden encontrar numerosos estudios y catálogos sobre los mismos, como el recomendable «Diccionario de Falacias» de Ricardo G. Damborenea (7). En su lugar, dedicaremos este artículo a analizar con sencillez y sin exhaustividad algunos de los recursos lingüísticos, lógicos o retóricos que se suelen emplear particularmente en el discurso ideológico imperante para fabricar los sofismas; en última instancia, tratar de mostrar brevemente al lector (sin ser demasiado pesado) cómo se manipula el lenguaje, y particularmente el idioma español, para confundir y embarrar las concepciones políticas de los trabajadores y ciudadanos.


IV.1. Las connotaciones.


Se trata de dar una asociación marginal o secundaria al significado literal de una palabra, con el propósito de darle unas atribuciones positivas, beneficiosas, o bien negativas, maliciosas. Esto se consigue utilizando constantemente dicha palabra en unos determinados contextos y discursos para que se impregne por contigüidad de esa nueva connotación.


Así por ejemplo, palabras como «democracia», «libertad», «tolerancia», «inclusividad», «solidaridad», «diversidad», «derechos humanos» se usan continuamente con connotaciones benignas, como algo deseable, esperanzador, maravilloso; mientras que a otras como «régimen», «dictadura», «censura», «autoritario», o «imposición» se les atribuyen connotaciones malditas, como si fuesen algo horrendo o despreciable. De ese modo, estos conceptos dejan de tener un significado literal y “neutro” (en supuesto principio, claro).


En ocasiones se presentan como si fuesen extremos irreconciliables (falsa dicotomía), como son «democracia» y «dictadura», o bien «libertad» y «censura». Por ejemplo: cuando dicen que algo es democrático, quieren decir que es majestuoso y excelente, pero cuando dicen que algo es dictatorial, quieren implicar que es aborrecible; cuando en realidad se tratan de modelos y sistemas políticos, de diferentes tipos y aplicaciones. Otro ejemplo: la libertad es una condición, la capacidad de poder o para poder hacer algo a voluntad, pero en el lenguaje político actual se situa como algo esplendoroso, sublime, excelso, en un sentido metafísico (¿acaso la libertad de un asesino es algo bueno? – quizá bueno para el asesino, pero no para nosotros; la libertad en “abstracto” no es algo glorioso); asimismo, la censura es un mecanismo que ha existido en todas las sociedades políticas y que en ocasiones es totalmente indispensable (verbigracia, la pornografía infantil), pero constantemente se usa como una palabra apestada, maldita, hasta el punto de que se recurren a eufemismos para no mentarla: «corrección política», «sancionamiento», «suspendimiento», y recientemente «cancelación». Algo similar ha ocurrido con blasfemia, que hoy en día se dice «delito de odio». Vemos así cómo se les imponen a las palabras ciertas connotaciones con claras intenciones políticas.


IV.2. Las intensiones.


Consiste en utilizar un vocablo con un significado aparentemente unívoco u ostensible, cuando en realidad engloba unos conceptos mucho más complejos (análogo o equívoco), que son más extensivos que intensivos. Por ejemplo, una palabra de significado unívoco sería algo como «mesa» o «moneda», que tienen siempre una referencia clara: existen muchos tipos de mesas y muchas clases de monedas, pero todas tienen siempre una propiedad común que las engloba. En cambio, una palabra de significado análogo o equívoco sería «género», porque género significa un conjunto de cosas con características afines, pero si esas cosas no quedan definidas, la palabra no alcanza a decir nada. Hay que especificar siempre: «género biológico», «género literario», «género nominal», etcétera.


Algunos ejemplos habituales de palabras usadas equívocamente en el lenguaje político son «izquierda», «Occidente», «Europa», «cultura», «nación», «independencia», etcétera. Así, vemos que muchos ciudadanos tienen una idea ambigua de que la «izquierda» es ser progresista y la «derecha» es ser conservador, pero ¿progreso hacia qué?, ¿conservación de qué? Como faltan los términos de la definición, queda totalmente oscurecido, con lo cual los demagogos y los sofistas pueden aplicar la extensión que quieran según les convenga. Lo mismo ocurre con palabras que hemos comentado arriba, como «democracia» o «libertad»: se les otorga un sentido absoluto, único, y necesariamente siempre positivo; pero debemos preguntarnos siempre, como hacía Lenin, «¿libertad para qué?», y del mismo modo: ¿cultura de qué?, ¿nación de quién?, ¿independencia de qué? y demás.


Hay que tener en cuenta que cuando hablamos de conceptos análogos y plurívocos, siempre hemos de especificar la extensión de tales conceptos para evitar caer en falacia. Así pues, existen muchos tipos de izquierda (izquierda liberal, izquierda anarquista, izquierda comunista...), muchos tipos de democracia (democracia directa, parlamentaria, presidencialista...), etcétera, del mismo que existen diversos tipos de ciencias, de artes o de lógicas.


También es significativo el caso de «Europa» (un continente geográfico) y «Occidente» (un punto cardinal), que se usan como si fueran entidades políticas unitarias: «valores europeos», «cultura occidental», etcétera, cuando no existen como tales: éstos son un gran ejemplo de impostura sofística, pues se intenta aparentar con palabras lo que no existe en la realidad, para engañar al público y para ocultar los verdaderos planes («Europa» son los intereses de la élite burguesa de la Unión Europea, «Occidente» es el dominio de los EE.UU. bajo la jurisdicción de la OTAN).


IV.3. Las implicaciones.


Este mecanismo tiene mucha relación con el anterior, pero funciona de manera algo diferente. Se basa en emplear un término para calificar ideas y conceptos que se salen de su ámbito, como si fuese un comodín. De este modo, se elude por completo el trasfondo histórico e institucional de dichos conceptos, mezclando y confundiéndolos todos en un fárrago arbitrario.


Las implicaciones son un recurso muy útil en el lenguaje en general. Es lo que llaman algunos metafóricamente como «economía del lenguaje», o como reza el proverbio español: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Un ejemplo burdo pero clarísimo de implicación es cuando alguien le dice a otro: «pásame el... el ése». No acierta a decir el nombre del objeto que quiere que le pase, pero con un gesto de la mano y con el contexto adecuado, el otro puede entender a qué objeto se refiere. Mientras sea efectivo, puede funcionar. Si alguien no sabe cómo se llama algo, puede decir «esa cosa» y arreglado. El problema es que, si se omite el contexto, no sabemos de qué se está hablando.


Un ejemplo muy certero de esto en el lenguaje político es el empleo del término «fascismo» para referirse a todo lo que sea supuestamente conservador, reaccionario, anticuado, o simplemente contrario a las ideas de quien se expresa, como si fuese un insulto («¡fascista!»). Vemos aquí que se ha despojado al fascismo de todo su contexto histórico, programático, funcional, y se ha convertido en un cajón de sastre que sirve para descalificar al adversario. Frecuentemente vemos cómo muchos argumentan contra alguien diciendo: «eso también lo decían o lo hacían los nazis». Existe también un sector de la política que hace lo mismo con el término «comunismo» o «socialismo», de suerte que llaman «socialista» a todo lo que no les guste; e incluso llegan a hablar de «socialismo» en épocas históricas pretéritas, cayendo en un completo anacronismo, y a menudo sin especificar qué tipo de socialismo es, lo cual nos conecta con el punto anterior.


También podemos observar cómo se pervierte y se elude el contexto de términos como «clase», «nación» o «sexo», distorsionando su explicitud conceptual y reduciendo ésta al «deseo individual»: nación son los que quieren ser nación (sin tener en cuenta el contexto histórico), sexo es lo que uno identifique de sí mismo (sin tener en cuenta el contexto biológico), etcétera. Para muchos ya no se puede decir «mujer», sino «persona gestante», porque han despojado al término de mujer de su contexto biológico y anatómico, y lo han convertido en una categoría puramente arbitraria. El hecho de que han existido unos estereotipos y unos cometidos ligados a las mujeres (lo que ahora llaman rocambolescamente «roles de género») no significa que se pueda reducir al término de mujer a esos estereotipos. Sin embargo, hoy en día mucha gente sigue incurriendo en estas falacias, camufladas de «modernidad» y de «progreso»; creen que, cambiando las palabras, cambian la realidad.


En realidad, lo que se está haciendo es traspasar a un plano metafísico delirante y reducir los términos a palabras volubles e caprichosas, lo que llamaba Ernesto Laclau como «significante vacío» — lo cual es un idealismo formal, que reduce el significante de las palabras a “formas puras” que pueden ser vaciadas, cuando en realidad las palabras también tienen contenido, tienen sustancia.


Lo que se llaman «significantes vacíos» son en realidad juegos de palabras, algarabías vocálicas, que no alteran la realidad. El lenguaje no cambia la realidad, pero sí la reproduce y la da a entender, y por tanto al distorsionar el lenguaje, éste no cambia la realidad, sino que la reproduce mal y da a entender ideas confusas o adventicias. Por ello cuando ponemos nombres a las cosas (no sólo en política, sino en cualquier ámbito), tenemos que ser conscientes del contenido histórico que llevan esas palabras, del alcance conceptual que realmente tienen; de lo contrario, incurriríamos en una implicación falsa. Un lenguaje político revolucionario no puede quedarse en un juego de palabras.



V. Conclusión.


En definitiva, hemos podido comprobar cómo hoy en día las diversas clases sociales, en concreto la burguesa, se esmeran y se aplican en manipular las palabras para crear jergas que sirvan a sus intereses propagandísticos. De este modo, convierten por ejemplo la libertad del burgués para explotar en la «Libertad» ideal, y hablan constantemente de libertad en abstracto, sin decir qué tipo de libertad es: la del burgués para explotar y enriquecerse (valga la redundancia).


Evidentemente, la lucha de clases no se reduce a una simple lucha de palabras en la que unos y otros van manipulando el lenguaje a su favor. Dicha manipulación es sólo un efecto más de esta lucha de clases. La organización política de los comunistas no puede quedarse en simples palabrerías, pero sí hemos de ser conscientes de que el uso del lenguaje no siempre es neutral y liso. Puesto que el lenguaje sirve a los hombres para comunicar sus ideas entre sí, es menester saber escoger los términos que mejor describan la realidad y que mejor comuniquen nuestras ideas; de esta manera, no sólo haremos saber mejor nuestros programas a los trabajadores, sino que podremos desmontar y desacreditar las falacias propagandísticas o ideológicas del adversario.



VI. Notas y Bibliografía.



Sobre el autor:

Daniel A. Musagüi es filólogo y profesor de alemán.

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